Xicotet Picasso


No sé quina edat deu tenir el xicotet Picasso. Tampoc no m’importa massa. El vaig conèixer a la sortida de la Renfe al carrer Aragó, un vespre del setembre passat. Anava carregat de bosses i buscava un lloc on caure mort. Tenia el cabell curt de xarol (despentinat), duia una samarreta a ratlles horitzontals i reia sovint davant les meves ocurrències, amb el cigarret de tabac negre que li penjava dels llavis vermells.

No sé perquè ens vam fer amics, però ens hem anat veient. Crec que ell tampoc sap l’edat que tinc, però no posa cara d’importar-li massa.

La setmana passada em va deixar una nota a la bústia (no té telèfon) per si el volia acompanyar a una exposició temporal del fotògraf David Douglas Duncan al Museu Picasso. Li vaig respondre amb una nota a l’escultura de la caputxeta vermella del passeig de Sant Joan (la seva bústia –tenim uns protocols de comunicació estranys perquè no sé on viu ara) dient-li que podíem quedar dijous, a les set de la tarda, quan l’entrada ja és gratuïta.

No n’estava segur de si acudiria. Però allí era ell, repenjat en una paret del carrer Montcada, amb el cigarret penjant dels llavis vermells i la samarreta de ratlles sota la caçadora de cuir.

Em va explicar cada imatge en blanc i negre de Duncan en què apareixien el pintor Picasso amb el seu gos Lump, a finals dels anys cinquanta en una casa del sud de França anomenada La Californie. Semblava entusiasmat amb l’exposició i no parava de parlar. Fins i tot es va treure unes ulleres de la motxilla i se les va posar per veure millor els textos explicatius al costat de cada obra. No sabia que el xicotet Picasso fos curt de vista (com no sé tantes coses d’ell -només que dibuixa), però semblava un intel·lectual.

Després m’hagués agradat fer una cervesa, tots dos, al bar del pati Marès. I xerrar. Em va proposar canviar de plans per anar de rebaixes. Era estrany barrejar museus i rebaixes en un mateix dia, però el vaig seguir Via Laietana amunt.

Vam entrar en una botiga. Pensava que es volia comprar una samarreta de ratlles per a ell, quan vaig veure que mirava sabates. Fins que va trobar unes botes marrons que s’hauria menjat Charlot.

-T’agraden?

-Sí, però em sembla que et van grans.

-Són per a tu. T’agraden?

-I això?

-No m’has contestat. T’agraden?

Me les vaig emprovar davant d’un espill i de les seves noves ulleres que desconeixia. Sí que m’agradaven. Molt. Va fer cua per pagar-les a canvi d’aquella nit en què anava carregat de bosses a la sortida de la Renfe i el vaig acollir a casa.

Després es va apujar la cremallera de la jaqueta de cuir, per amagar les ratlles de la seva samarreta (no sé com no passa fred) i va marxar passeig de Gràcia amunt, amb el seu cabell curt de xarol (despentinat). Encara reia de la meva darrera ocurrència. Vaig pensar que només riu la gent que té ganes de viure. Els altres som de pas. Vaig tornar a casa amb unes botes inesperades i l’esperança de trobar una nova nota del xicotet Picasso en la meva bústia, un dia d’aquests.

“Potser li hauria de regalar un telèfon o una samarreta de ratlles”, vaig pensar, mentre ballava amb les meves noves botes al menjador. La dona dels mars del sud i el gos ventilador em miraven estrany.

PD: Aquest post és per a unes llàgrimes vessades per al Tito, un gos caçador que mai no va saber caçar.

Autocares



Camino por la avenida Diagonal apresurado, con mi impuntualidad mediterránea. Llevo una ilustración enmarcada bajo el brazo que debo entregar antes de las cinco de la tarde. Es frágil, como la persona a la que va destinada, y debo evitar que alguien la golpee, sin querer, en aquella marabunta que transita por la acera a mi lado o en dirección contraria. Es mayo y parecemos hormigas aceleradas en busca del buen tiempo.

Hay una estación de autocares pequeña y melancólica en la calle Numancia. Parece anticuada para esos vehículos tan modernos que se detienen frente a ella para recoger pasajeros y llevarlos a recorrer largas distancias. A su lado, queda un solar repleto de hierbajos todo lo salvajes que pueden ser en la gran metrópoli que lo engulle todo. Me gusta ese lugar decadente donde se despiden o se reencuentran personas anónimas.

En un banco metálico hay tres adolescentes tecleando en los móviles. Son de otra generación con la que no comparto nada. Un poco más allá, ella me levanta, amigable, la mano. Ya hace rato que me espera con su puntualidad atlántica. Nos reconocemos al instante, aunque es la primera vez que nos vemos.

Es más menuda de lo que imaginaba, pero también más guapa y joven. Transmite energía, mientras me sonríe y me cuenta su viaje en avión desde la otra orilla del océano. Pero mira de reojo la puerta de su autocar que está a punto de partir y que la devolverá a su ciudad del sur de la que emigró hace muchos años. Sé que tiene prisa y no la entretengo más, aunque me gustaría hablar con ella un ratito más. Le entrego el cuadro frágil para que se lo lleve a una mujer frágil.

Espero a que el autocar cierre las puertas, ponga el intermitente y arranque frente a esa estación de autobuses pequeña y melancólica en la calle Numancia. La veo avanzar por el pasillo, poniendo cuidado con el paquete que le acabo de entregar. Busca un sitio libre para sentarse y volver a casa.

Me gusta esa mujer con la que comparto un pasado común en el que las fotografías eran en blanco y negro, en que todo era menos material y más pausado, en que las familias eran grandes y cercanas, en que la tecnología era el teléfono fijo y un televisor con antenas. Y podíamos jugar en calles sin asfaltar o ir a ver películas de Tarzán al cine. Los dos somos de pueblo. Los dos somos emigrantes. Aunque acabo de conocerla, me parece muy cercana.

Regreso a casa cuando su autocar se pierde entre el tráfico de la calle Numancia. En un banco metálico hay tres adolescentes tecleando en los móviles. Son de otra generación con la que no comparto nada.

Camino por la avenida Diagonal tranquilo, con mi impuntualidad mediterránea. La ilustración enmarcada que llevaba bajo el brazo va de camino al sur y no debo vigilar que alguien la golpee, sin querer, en aquella marabunta que transita por la acera a mi lado o en dirección contraria. Es mayo y parecemos hormigas aceleradas en busca del buen tiempo.

PD: La ilustración llegó a tiempo a su destinataria frágil. La mujer atlántica se marchó, pero regresó de Canadá en septiembre, cuando las hormigas ya buscaban cobijo para prepararse para el mal tiempo. Un mediodía, vino a comer a casa. Con la mujer de los mares del sur recordamos viejos tiempos que eran los nuestros, entre arroces y copas de vino.  Manteníamos el perro ventilador a distancia, porque no se lleva bien con esa persona viajera. Tiene tendencia a morderle los zapatos. A través del ventanal, parecíamos una película en blanco y negro. Y la ilustración enmarcada ya formaba parte de los recuerdos de la mujer frágil, que era de nuestra misma generación antigua.

Primer paseo del año



Hace frío en las calles, que están desnudas de gente. En las copas de los árboles no hay hojas y todo es caducidad, aunque estrenemos año. Unos pájaros oscuros picotean unos frutos negros en las ramas, que caen en la calzada y sobre los coches estacionados. Junto a los contenedores de basuras se acumulan los restos de la noche anterior, cuando todo eran guirnaldas, cornetas de cartón y buenos deseos.

La mujer de los mares del sur y yo caminamos con las manos en los bolsillos, el cabello corto y las bufandas como anacondas buenas enroscadas en los cuellos. Paseo arriba, el primer día del año.

Pocoyo nos abre la puerta de su casa y nos abraza el calor de su calefacción y de su mirada limpia. Nos invita a entrar en la intimidad de su biblioteca. Le sobran volúmenes o le falta espacio. Quiere que echemos un vistazo a sus libros antes de desprenderse de una buena parte de ellos. Así que nos sentamos los tres en el pasillo angosto, como viejos amigos, y dedicamos la tarde a recorrer los lomos de tantas historias leídas y por leer.

Doy mi primer paseo del año con los dedos, en lugar de con mis piernas, como cuando iba al Turó Parc para acariciar hojas de plantas tras las verjas y desear buenos deseos a la gente que quiero. Ahora lo hago con los libros de Pocoyo, que también tienen hojas. Ojeo novelas, leo reseñas, recuerdo autores que una vez leí y que ya no recuerdo. Encuentro ejemplares que me prestaron y que me gustaría tenerlos. Le pido consejos y ella me indica con timidez: “éste sí, éste no, éste acaso”. Hago montoncitos de libros junto a mis piernas.

La mujer de los mares del sur hace lo mismo. Ella prefiere novela contemporánea y yo clásica. También elige rarezas, mientras yo voy a lo seguro. Acabamos acumulando más volúmenes de los que deberíamos elegir.

Pocoyo nos despide contenta en el rellano, con un carro de la compra repleto de libros en ese primer paseo del año. Pulsamos el botón de la planta baja en el ascensor.

Salimos a las calles desnudas con el cabello corto y las bufandas como anacondas buenas enroscadas en los cuellos, arrastrando el carrito por los adoquines de la acera. Croc-croc. Junto a los contenedores de basuras se acumulan los restos de la noche anterior, cuando todo eran guirnaldas, cornetas de cartón y buenos deseos.

En casa nos aguarda el perro ventilador, solo y nervioso, y unas estanterías repletas de libros, donde deberemos hacer sitio para los que una vez leyó ella y ahora leeremos nosotros.

PD: La música de Esclarecidos, queda pendent.

Un nuevo año


Siempre me ha parecido improcedente que la gente repita el error de volverme a invitar a una cena, cuando ya me ha invitado antes y conocen de sobra mi comportamiento social. Pero los doctores me abrieron las puertas de su comedor por cuarta Nochevieja consecutiva. Allí estaba yo, vestido de negro, con la sonrisa al revés y mi bolsita de aceitunas en la mano porque no como uvas de la suerte. No llevaba otra cosa, excepto el frío de mi chaqueta. Encima, llegué con una hora de retraso. Me pareció adecuado afeitarme y ducharme antes (este año, sí).

Los demás me habían precedido con bandejas de lomo al horno salseado, pastel de langostino y cangrejo, bacalao marinado con naranja, surtidos de jamón y queso, sushis, butifarra de arroz con alioli, compota de manzana con jengibre, salmón a la mandarina, patatas violeta con jamón y espárragos trigueros, turrones de chocolate, barritas de dulce de naranja…

Ella, la doctora, fue mi cómplice (siempre lo es) y tomó solidariamente doce aceitunas a mi lado (en lugar de uvas de la suerte), casi a destiempo porque nos liamos con el mando a distancia de la tele. Las engullimos como pudimos y deseamos que este año sea chulo para todos nosotros (y para los que no estaban allí, pero a los que queremos).

Después de las campanadas, salí a fumar a una terraza repleta de limoneros y mandarinos. Hacía frío y me faltaba una chaqueta (la guirnalda abrigaba poco) o unos gintonics para despedir el año sin temblar. Nadie me acompañaba porque ya casi nadie fuma.

En el interior de la vivienda, con clima tropical, quedaban enmarcados por la ventana:

-Una niña rubia con un vestido plateado que pasaba divertida de regazo en regazo, mientras todos pedían su turno para hacerla reír.

-Pocoyo.

-El jardinero fiel.

-El hombre tranquilo.

-La mujer de los mares del sur.

-El italiano tímido.

-Monsieur Hulot.

-El encantador de serpientes.

-La chica de angora.

-La cantante discreta.

-Mi silla vacía porque había salido a fumar, cuando casi nadie fuma.

En el puerto sonaban las sirenas de los trasatlánticos, en la avenida de María Cristina había fuegos artificiales y en el cielo las estrellas no estaban de Nochevieja. Seguían allí por rutina. Había buenas vistas sobre la ciudad en ese sobreático elevado. Pero debería haber bajado a la calle para recordar lo que he dejado atrás este 2014 que ya ha pasado. Desde las alturas sólo se recuerda lo bueno.

-El día de Sant Jordi con la mujer de los mares del sur. Buscábamos nuestro cuento de librería en librería y nos sentamos en el bordillo del Corte Inglés, extenuados, como pequeños escritores. Ella iba de negro y yo, probablemente, también.

-Un concierto de “Temples”, en el Primavera Sound, con Ilse. Era mayo y llovía a cascadas sobre esas estructuras del Fòrum, repletas de hipsters que se resguardaban bajo ellas. Regresamos a casa en tranvía y pusimos la ropa a tender en el cuartito de la lavadora. Después le enseñé a cocinar pollo a la cazuela. Fue mi primera invitada en el piso nuevo y se portó con una delicadeza extrema esos cinco días. Espero que quiera repetir invitación este año que comienza y que pueda estar la mujer de los mares del sur con nosotros.

-Un viaje al sur. Gemma en el tren. La fotografía de Bego junto a un ramo de rosas blancas. La sonrisa de Paula. Jose en una baranda del Ebro (con Bruc). Teresita en el comedor. Joaquín en el garaje. Manolito en la cuna. Cinteta en el cole pijo… Mi nueva familia.

-El verano en que cumplí cincuenta años, encerrado en casa. No bajé ni un día a la playa. La mujer de los mares del sur me tenía esclavizado escribiendo nuestra primera novela infantil. Como mucho, después de comer, subía a la azotea de la vivienda y contaba los escasos transeúntes que pasaban por la calle, sin que ella se enterara. Luego bajaba corriendo al piso y esperaba su llamada, con nuevas órdenes que siempre eran adecuadas. El primer día de septiembre acabamos la novela y la mandamos por correo a la suerte del próximo mes de marzo. Fue nuestra primera semilla para este 2015. Ahora buscaremos otras.

-En septiembre bajé unas cuantas veces al Port Olímpic para ver menús y precios en los restaurantes. Mis padres cumplían años y querían venir a la costa para celebrarlo. Reservé una mesa para ocho. Comimos arroces. Después vimos el mar con el tenista y la señora Sofía, ellos que son de la tierra de la niebla. Fuimos a un espigón secreto y el romper de las olas nos llenó de vida, mientras el pequeño Hayden y el pequeño faraón Nil hacían carreras de skate.

-En diciembre conocí a la mujer inca y al cosmopolita de Teherán. Fue en un bar oscuro de Gràcia, con el jardinero fiel y la mujer de los mares del sur vestida de Picasso. Sonaba música de fondo y era mi penúltimo recuerdo agradable de este año.

El último fue en esa terraza repleta de limoneros y mandarinos. Hacía frío y me faltaba una chaqueta (la guirnalda abrigaba poco) o unos gintonics para despedir el año sin temblar. Nadie me acompañaba porque ya casi nadie fuma.

Claro que luego salió Monsieur Hulot, con la pìpa, y la mujer de los mares del sur, liando tabaco negro. Pero yo ya estaba de regreso en el piso tropical. Me tocaba hacer jugar a la niña del vestido plateado y la melena rubia. Se llama Jimena, y yo estaba afeitado y duchado (este año, sí).

PD: Aquest post és per a la Pocoyo, un encant de persona.