Tex-mex



Mi hermana me abre la puerta de su casa. Me invita a pasar y a dejar la chaqueta en el perchero. La mesa está puesta con fajitas de pollo y pimiento, guacamole, pollo rebozado con sésamo, arroz salteado con virutas de jamón... Ha preparado un festival Tex-Mex pera mí, mi sobrino etíope y una niña china (amiga del pequeño faraón Nil). Debo guardarlos hasta que ella y el sargento Hayden regresen de ver "Amour" de Michael Haneke. Sobre el sofá, hay tres sombreros mejicanos por si después queremos jugar a los disfraces, los niños y yo.

Cuando los Hayden se han acabado de vestir, les abro la puerta de su casa, mientras les invito a coger las chaquetas y a salir sin que sufran. Siempre me dicen que, haciendo de canguro, les ayudo a sentirse pareja, más que padres.

En el interior del piso, calentitos, la niña china, el niño etíope y yo mismo probamos un poco de toda aquella comida mejicana que tenemos en la mesa. Hasta que me piden si puedo hacerles macarrones ("sin queso", dice Nil). Saco la olla de hervir pasta, con las criaturas atentas a ambos lados de mi cintura. En el reloj, son pasadas las nueve en mi parte del mundo.

Marta



Potser podria anar de xula per la vida i fardar de que treballa a la tele. Potser podria dir que no té temps per aprimar les seves gates, per mil compromisos socials. Potser podria oblidar que el meus nebots sempre em pregunten per la Blanca.

Però ella és detallista, tot i que podria anar de xula per la vida. Per això, quan entro del carrer en aquell menjador, ella s'aixeca la primera per fer-me dos petons càlids i em diu que vinc amb fred al cos, mentre em frega els braços per escalfar-me. És la Marta.

Després es torna a asseure per continuar cosint el seu coixí sense parar de somriure, sota les ordres de la mestra costurera, amb les seves ulleres vermelles que li queden la mar de bé en aquella cara que es fa mirar, mentre ens parla de bocinets de fusta del seu passat. És una persona bonica; una mica melangiosa, però tremendament imaginativa i creativa.

Hi ha més gent al menjador de ca la modista (el teu ofici és molt més digne que el meu) aquest diumenge a la tarda. També són macos, però d'ells ja en parlaré un altre dia, sense que en pugui dir res més que coses positives.

Quan marxen, ens quedem tu i jo sols mirant d'acabar uns contes pendents. M'has fet perdre el partit del Barça a la ràdio, però ja tenim la Sara camí de la fira amb el seu tiet Max; i el Luigi, la Paula i el Javito procurant recuperar la fàbrica de xocolata.

No ha sigut un mal diumenge amb tots vosaltres.

Primer paseo del año



Recuerdo pocas Nocheviejas especiales en mi vida. La primera fue la de 1970. Tenía seis años y dibujaba una pantera rosa en la mesa mientras mi padre distribuía uvas en platitos y mi madre acostaba a esa niña mofletuda y con coletas (la señora Hayden) que llevaba tres años haciéndome la competencia (la muy desplazadora de cariños).

La siguiente escena la sitúo a finales de los setenta con Sala, Miró y Torra, en ese piso sobre la tienda de los padres de Sala que tenían realquilado a una señora muy anciana que nos sirvió patatas de churrero y botellas de Mirinda, con una sonrisa franca en su rostro, antes de que sonaran las doce campanadas en la tierra de la niebla. Le hicimos compañía en esa primera Nochevieja fuera de nuestra casa, que fue la última que celebró esa mujer en su vida.

Luego tengo que remontarme a ese piso de estudiantes sobre el río de la ciudad universitaria. Cené con mi primera novia de acuerdo a nuestras posibilidades de la dama y el vagabundo (ella puso la cena y yo la compañía). No faltaron velas compradas en el supermercado de abajo en las mesitas de noche junto a esa cama destartalada donde mirábamos el programa especial de Nochevieja en la primera cadena de Televisión Española, en un aparato con antenas que debíamos golpear para que funcionara. Creo que cantaba un italiano en la pantalla cuando nos prometimos amor eterno en nuestro cuarto (y último) año de enamorados. A saber dónde para ella para mí y yo para ella...

Después vino esa etapa larga de amigos que no me respondían al teléfono y me pasaba las nocheviejas disimulando en la barra de la discoteca, moviendo un pie adelante y atrás, hasta que llegaba, desencajada, una chica vestida de burbuja Freixenet y me pedía, invariablemente, si la podía invitar a la última copa en esas entradas de año solitarias.

Llegaron tiempos más cálidos. La mejor Nochevieja de esa época fue junto al Rhin, donde un hombre fornido me hablaba de literatura, mientras su hija traducía para nosotros esas frases atropelladas, y los castillos de fuego se reflejaban en el agua de ese río inmenso en las primeras horas de 1996.

El cambio de siglo lo celebré en casa de los Hayden. Me invitaron varias veces a pasar la Nochevieja con ellos. Mientras intentaba desarmar aquel bogavante enorme, que me servían siempre, miraba la cuna donde dormía mi sobrino recién nacido con la preocupación de que la cabeza y las pinzas de aquella bestia en mi plato no cayeran junto a su chupete.

Posteriormente, inicié el año en ese mismo piso de Roger de Flor en diversas ocasiones. Era para hacerle compañía al señor Gris, mientras los Hayden estaban de viaje a alguna parte. Fueron mis mejores entradas de año, con el perro con un collar hawaiano de color naranja. Yo comía las doce aceitunas y él sus doce puppies. Después ponía su hocico sobre mis piernas y me miraba con ojos de canica, asustado por los petardos tras las ventanas. Él me dio una sensación de compañía que no he recuperado jamás (tornarem a passejar junts, ja ho veuràs).

Ahora, las nocheviejas son con amigos nuevos que cuelgan mi chaqueta en el perchero y me pasan la mano por la espalda mientras me hacen entrar en su vida: en un mirador sobre el Ebro, en un patio de Congrès, en una terraza del Eixample desde donde se escuchan las sirenas de los cruceros en el puerto.

He contado las Nocheviejas especiales en mi vida. Pero la mayoría han sido en solitario: mirando una película en la 2, paseando por la playa con la mirada en la arena tras la medianoche, buscando compañía en un chat...

Por eso continuo con mi vieja tradición de dar las gracias por todo lo que tengo y no quiero perder.

En las primeras horas de 2013 me dirigí al Turo Parc. Deambulé por las calles, sin ser feliz del todo, ni tampoco exageradamente infeliz. Caminé alrededor del recinto, acariciando cada hoja de planta que asomaba a la acera, mientras exigía un buen año para cada uno de los seres vivos que se han ocupado de mí últimamente. Una hoja, un alma. Un alma, una hoja. Es una tradición casi tan tonta como todo lo que hago. Pero, ¿y si les doy suerte?

Esta vez incorporé un nuevo acto a mi rutina: dibujé una pantera rosa en un pañuelo de papel que llevaba en la mochila, sentado en un banco de la avenida Pau Casals, y regresé a aquella primera Nochevieja de la que tengo consciencia. Estaba a punto de clarear el dia tras la Torre Godó y permanecía alli, feliz, pensando en todo lo que debo acabar y en todo lo que debo comenzar este 2013.