El pañuelo mágico



A mediados de los setenta (siglo anterior), me publicaron un cuento en un periódico de la tierra de la niebla. Tenía trece años y no le di demasiada importancia, pero recuerdo que la señora Sofía lo guardaba en un cajón de su mesita de noche y lo sacaba de vez en cuando para pasar el trapo del polvo sobre aquella página de papel que iba cambiando de color con el tiempo (creo que la sigue conservando en aquel mueble de madera oscura, tantos años después).

Luego, en el instituto, gané un concurso literario. El premio era un lote de libros que elegí pacientemente en las estanterías de la librería Dalmases junto a la finalista, una chica muy guapa de un curso inferior al mío. Me tocaban más volúmenes que a ella, pero nos repartimos el botín al cincuenta por ciento, antes de que miss instituto me propusiera acompañarla a la sesión de tarde de la discoteca Musicland.

Me pareció que aquello de escribir daba popularidad y decidí abandonar el proyecto de matricularme en la Facultad de Veterinaria para pasarme a una carrera de letras (muy a pesar del tenista, que tenía proyectada una granja porcina en su finca).

Viajé a Barcelona con mi pose rural (que sigo arrastrando) y aprendí, poco a poco, a cruzarme por los pasillos de la universidad con jóvenes desenvueltos y desenfadados sin sentirme desplazado. Creía que allí me enseñarían a ser escritor, hasta que a finales de los años ochenta, un viejo profesor de la Facultad de Periodismo de la UAB, uruguayo y cercano a la jubilación, nos explicó que nuestro trabajo sólo serviría para envolver bocadillos al cabo de un par de días. Era su manera de hacernos entender el carácter efímero de los textos periodísticos.

Permanecí durante cuatro años en el mundo de la comunicación, hasta que me cansé de formar parte de la industria de envoltorios para el pan con jamón.

Luego vino lo que llamo "la pausa".

Ahora, con casi cincuenta años de edad, me ha llegado la primera oportunidad de sentirme escritor de verdad de historias inventadas que no sirvan para proteger el desayuno de un par de días después con sus páginas. Con Emily, hemos creado un cuento infantil. Es un texto pequeño, pero está repleto de personajes que hemos parido entre los dos. Si los sumamos, son 1.007 protagonistas que quieren reposar en un rincón de cualquier biblioteca de niños para siempre, pendientes de volver a aflorar ante una cama con un pequeño que requiera una historia y oiga hablar de Bego, de Luigi, del padre, de la vieja modista, de las mil costureras de París y de los Reyes Magos.

Con Emily, hemos dado vida a 1.007 protagonistas de papel que nos van a sobrevivir y que nos han permitido la posibilidad de sentirnos un poco creadores.

PD: Moltes gràcies a l'Agnès, la Cari, la Sumpta, la Gemma i, especialment, al Joan per la seva col.laboració i per haver fet possible aquest conte.

PD2: Podeu trobar el llibre a la web de l'Editorial Salvatella. També el podeu demanar a la vostra llbreria més propera o anar a la botiga de l'editorial (Sant Agustí, 8. 08012 Barcelona).

New Orleans



El jueves bajé a la playa de noviembre con la línea amarilla de metro. De Joanic a Ciutadella-Vila Olímpica. Una chica con la cara muy fresca se agarraba a una barra de seguridad preveyendo las posibles frenadas del convoy. Miraba como Scarlett Johansson en sus primeras películas. No se bajó antes que nosotros y siguió su camino cuando llegamos a nuestro destino. La mujer de los mares del sur y yo prendimos un cigarrillo al salir a la calle y nos dijimos hasta luego con la mano. Ella tenía trabajo y yo tiempo libre. Me acerqué a la playa para sentarme en la arena. Delante estaba (teóricamente) Italia. Siempre me ha gustado pensar que ese país está un poco más allá del alcance de mi mirada sobre el mar.

Una niña rubia intentaba hacer obedecer a su bóxer que saltaba entre las olas. Luego, el perro se entretuvo olfateando diferentes bolsas de plástico, mientras las gaviotas lo provocaban con sus miradas inquietantes de ave a pocos metros de mí. A mi espalda, la mujer de los mares del sur hacía una prueba de modista en un piso de la Villa Olímpica. De vez en cuando, miraba la pantalla del móvil. Esperaba su llamada perdida cuando acabara su labor. Le había prometido que, después, la acompañaría a descubrir el único rincón de Barcelona que se parece a New Orleans.

Ella estaba cansada, pero nos acercamos allí. La mujer de los mares del sur caminó durante un buen rato bajo aquellas balconadas abiertas de madera antigua, soñando con residir en ese lugar. Sé cuando a esa chica le gusta un sitio, cuando es feliz: por su forma de sonreír, de mirar, de hablar. En ese momento, creo que estaba a gusto allí. Luego regresamos a pie a nuestro barrio, pensando que quizás estábamos construyendo recuerdos o proyectos, mientras tropezábamos el uno contra el otro (somos patosos).