Siempre, eternamente, espero el verano. Siempre sonrío con los primeros rayos de sol en el mes de marzo (por San José). Siempre programo todo lo que voy a hacer en esos meses de camiseta y calor. Y luego siempre pasa volando el tiempo, dejando leves pinzeladas de sonrisas en mis recuerdos, cuando yo esperaba carcajadas. Y llega el 30 de junio, y el 31 de julio, y el 31 de agosto. Y luego septiembre. Y los cirros tapan el sol en la playa, y la brisa marina me hace sentir frío en los brazos, mientras busco refugio en las calles estrechas de la ciudad.

Estoy a mediados de octubre y sé que ya no regresará el buen tiempo. No creo en milagros. Es en esta época del año cuando me enamoro del antiguo verano. Añoro esa bisagra que chirriaba cuando salía a fumar a la terraza de la tercera planta en la tierra de la niebla. De madrugada. Mis padres dormían en el piso de abajo, y debía caminar con precaución entre las macetas llenas de hortensias y pensamientos para no tropezar con esas hijas de la señora Sofía (en invierno invernan en el desván -este fin de semana hemos comenzado a subir las plantas más delicadas a los cambios de clima). Y me tumbaba en pantalón corto sobre esas baldosas frescas para hacerle compañía al señor Gris que se convirtió en estrella hace tiempo. En ese cielo negro, que se llenaba de nubes con mis bocanadas de humo.

Es en esta época del año cuando me enamoro del antiguo verano. Me acuerdo de mis paseos por el camino de Duran buscando caracoles o peras blanquillas o moras. Recuerdo haberle hecho compañía a lo poquito que queda del viejo sauce llorón que abatió una tormenta hace casi dos años. Ahora es una estrella en ese cielo negro que se llena de nubes con mis bocanadas de humo.

Me acuerdo de ese uno de junio cuando mis piernas colgaban junto a las de Ilse en el Moll de la Fusta, comiendo una sandía bajo una palmera que nos ofrecía sombra, mientras me atragantaba con sus ocurrencias graciosas (últimamente, mi verano siempre comienza con ella de visita en Barcelona).

Me acuerdo de esa tarde con Pocoyó, trepando en silencio por el Parc de l'Oreneta hacia Collserola. Me hubiera gustado sentarme con ella en ese solar en el que van a edificar un chalet. Y mirar el horizonte mientras nos pegaba el sol en la cara. Los dos tranquilos. Luego hubo conflictos con sables en esa sala de aprendizaje de esgrima en la que éramos unos intrusos. Los dos asomando nuestras cabecitas por el marco de la puerta. Con timidez. Hubo más momentos en esa tarde, pero ya los contará ella dentro de un año, en el nuevo blog que prepara y que será francamente original.

Me acuerdo de esa tarde en las piscinas de la tierra de la niebla, con el pequeño Hayden viniendo junto a mi toalla y haciendo el centrifugado de su cabello rubio sobre mi libro de Martin McDonagh. Luego saltó de nuevo en el agua para jugar con una niña a la que acababa de conocer. También era rubia.

Me acuerdo de Joan (sempre me'n recordaré de tu, Carbo) y de Miquel en pantalones cortos en el patio de La Salle jugando a canicas cuando los tres éramos niños. No quisieron que se acabara este verano, y se largaron con pocos días de diferencia para convertirse en estrella a principios de agosto, con sus hígados destrozados. Me tumbé en pantalón corto sobre esas baldosas frescas de la terraza de la granja de los caballos para hacerles compañía después de que flotaran en el cielo, mientras llenaba de nubes el firmamento. Fumando.

Recuerdo un nuevo espacio que descubrí en la tierra de la niebla. Es una jungla de melocotoneros al final del camino de Duran. Debes entrar con un machete para segar las malas hierbas. Y saltan conejos a cada cuchillada. Las copas son tan espesas que no filtran los rayos de sol. Allí puedes tumbarte en la hierba y leer sin otro ruido que el del viento o el del vuelo de las garzas. Regresaré a ese lugar el próximo mes de marzo (por San José) para programar todo lo que voy a hacer en esos futuros meses de camiseta y calor en 2011, cuando espere carcajadas. Pensaré en cómo evitar sentirme descontento cuando llegue el 30 de junio, o el 31 de julio, o el 30 de agosto, y sólo obtenga sonrisas.

El uno de junio regresará Ilse a Barcelona, para traerme el buen tiempo.

Mientras tanto, viene la dura temporada del otoño y del invierno. Deberé apretar los dientes. Supongo que en el Corte Inglés ya piensan en programar la primavera. Como yo.

PD: Per al senyor Gris. Ara fa tres anys que va morir. I, al camí de Duran, encara em giro de vegades per veure si em segueix. Tranquil.let. Al seu pas.

Quimi Portet


El martes (el día que celebrábamos -tan alegres- el genocidio que hicimos con los sudamericanos) veía fragmentos del desfile militar en las pantallas de los bares con desayunos de bocadillo y refresco (o cerveza) por cinco euros, ante los que marchaba a duras penas con el viento en contra por esa cuesta de la avenida de la Mare de Déu de Montserrat. Estaba a punto de llover. Miraba esas imágenes que parecían de un Cine Exin antiguo. Con los fotogramas rayados.

No llevaba rumbo fijo. Me encontré una moneda de diez céntimos en el espacio que dejó un coche tras marchar de su aparcamiento junto a la acera.

Llegué a un barrio desconocido de calles mal diseñadas, tras una noche complicada, por un urbanista que quería ser original. Congrés. Entré en un aparcamiento al aire libre sin vigilancia, buscando monedas en el suelo tras la huida de los vehículos. No encontré ningún guardián; ningún perro peligroso me enseñó la dentadura. Así que me subí a una pared de ese garaje con mis pies de gato. Tras ella, en un patio fresco y agradable, estaban dos mujeres teutonas de mediana edad comiendo caracoles, y hablando una de sus hijas y la otra de sus novios que todos se llaman Tomeu.

Salté por una esquina, sigiloso, con mis pies de gato. Entré en el comedor sin que me vieran separar las cortinas. Y les vacié los bolsos. Un par de monederos, una cámara Nikkon y otra Minolta. Una T-10 casi por estrenar. Un paquete de kleenex por si necesitaban llorar. También les robé eso, las hojas para sus lágrimas. Sé que no debería habérselo quitado, pero soy un aprendiz de ladrón.

Salí de nuevo al patio, sigiloso; y trepé por el muro con mis pies de gato y mi mochila llena con sus pertenencias (sin que se percataran de mi presencia, como hacían las chicas en las discotecas cuando era joven). Comentaban entre ellas la posibilidad de ir a pasear hasta la calle de Aiguafreda (pensé que eso es para turistas snobs, y que se dedicarían a disparar sus cámaras -que ya eran mías- entre esos pozos y huertos en plena ciudad). Se reían contando que alguien se había enamorado de alguien. Cotilleaban. Las observaba desde allí arriba. Secretamente, me seguía su gata de ojos azules y pelo gris por los tejados. Le acaricié el lomo y la hice saltar al patio para quedarse con sus dueñas.

Regresé a mi barrio. Viendo repeticiones de fragmentos del desfile militar en las pantallas de los bares con meriendas de bocadillo y refresco (o cerveza) por cinco euros, como en un Cine Exin antiguo, caminando contra el viento en esa cuesta de la avenida de la Mare de Déu de Montserrat.

Me encontré una moneda de diez céntimos en el espacio que dejó un coche tras marchar de su aparcamiento junto a la acera, cuando ya llegaba a mis calles conocidas, diseñadas por un urbanista sobrio.

En un local pequeño de Gràcia, en una calle diminuta, había una multitud. Hacían pagar entrada, así que me introduje con el viejo truco de acceder como si caminaras hacia atrás. Parece que salgas, cuando entras. Me lo enseñó la mujer elegante, la misma que me mostró cómo saltar muros con pies de gatos.

La música era agradable. Quimi Portet es puro sentimiento, que esconde tras sus bromas. Y también esconde con la guitarra de su otro músico (y del bajo y del percusionista) que él existe, que es sensible, que sabe crear con sus palabras lo que jamás te dirá a la cara. Puede parecer agresivo cuando interactúa con el público, y propone preguntas que son chistes. No lo hace para dañar, lo hace para acercarse -a su manera- a nosotros. Pero yo me escondí tras una chica alta para que no me preguntara nada.

Había mucha gente, mucho humo y mucha oscuridad. Estábamos francamente apretados y aproveché para robar tres o cuatro carteras, como me enseñó a a hacerlo la mujer elegante.

Acabó el concierto. Se iluminó el local. Hubo corrillos, y yo estaba solo. Me acerqué al artista con precaución. Parecía más alto tras el concierto. También más solo. Más asequible, acaso. Estaba con un par de francesas realmente guapas (sabía que eran gabachas por sus narices afiladas -una con los ojos claros y la otra con los ojos oscuros). El músico me estrechó la mano, tras decirle que adoraba sus temas. Aproveché para abrazarle. Le quité la cartera.

De todas las que robé esa noche, la suya era la que llevaba menos euros (debe ser verdad que los genios acostumbran a ser pobres, aunque luzcan polos Lacoste). Curioseé su agenda telefónica. Había un par de Elisabets. Un par de Rosas. El resto eran gestores para lo del iva, agentes musicales para lo de los conciertos, abogados para lo de las denuncias. Y para de contar.

Creo que le propondré venir a saltar por los tejados con gatas a nuestras huellas, que se venga a mirar si hay monedas en el suelo, que me acompañe a robar carteras en un concierto de Manolo García.

Salí a la calle con mi botín. Y me dirigí a casa, cantando uhh, uhh, uhh, lanzando la cabeza hacia atrás. Como ese autor de sueños. Quimi Portet.

PD: Moltes gràcies a qui se senti reflectit en aquest post. Han estat uns dies veritablement agradables.

Viejuno


No me falta tanto para ser un anciano. Sé dónde estaré entonces: en la tierra de la niebla. Seré un viejo cascarrabias tumbado en una hamaca en el patio, cabreado porque me ha llamado el pequeño Hayden para decirme que viene a pasar el fin de semana conmigo con su nueva novia, justo cuando quería arrancar los tallos secos de las macetas, escuchando un partido del Barça en los walkmans. Levantaré el culo de mi hamaca comprada en Tintorero, en el estado venezolano de Lara, treinta años atrás, para poner algo de orden en la casa. Para arreglar su habitación de invitados.

Todavía soy relativamente joven. Todavía tengo algo de fuerza. Hace unos días levanté el culo de la hamaca en mi balcón de dos metros cuadrados en Barcelona porque sonaba el teléfono. Era la señora Hayden. Estaba a punto de entrar en el quirófano para una pequeña operación en un ojo (nada grave, pero doloroso). Me pidió ayuda para que ejerciera de tío estos días, justo cuando quería arrancar los tallos secos de las pocas macetas que tengo aquí.

Así que el día de la huelga general, el pequeño Hayden y el pequeño faraón Nil bajaron con sus monopatines a toda pastilla por la acera, chillando, sin respetar a los señores mayores que se acababan de levantar de su tumbona en el patio para ir a comprar provisiones para el sobrino que vendría a visitarles el próximo fin de semana con su nueva novia. Les pedí perdón elevando una mano, mientras corría por el paseo de Sant Joan tras las ruedas de los niños, intentando tirar de las gomas de sus pantalones y frenarlos en los semáfaros en rojo. Sudé como un condenado a muerte.

Pasamos la tarde entre dragones de Comodo, pingüinos, osos, cacatúas... En esa tarde de huelga en que estábamos prácticamente solos en esa parte concreta del atlas universal. Acabamos en la granja infantil, entre cabras, cerdos y caballos, escuchando cómo anunciaban por megafonía que estaban a punto de cerrar las puertas del zoológico porque ya eran las siete. No veía a ningún ser humano a la redonda, y sí muchos bichos que no sabían mostrarme el camino de salida. Así que, cargado con los monopatines y el cochecito Jané, corría entre los ecosistemas de Madagascar o de la estepa, entre lemures y suricatas que elevaban sus orejas a nuestro paso militar.

El pequeño Hayden se quejó de que andaba demasiado deprisa. Me dijo que quería mostrarme un nuevo animal, que estaba a sólo diez metros de distancia, que sería un momentito. Cedí, con la angustia de quedarnos encerrados toda la noche entre esas verjas. El nuevo animal era una máquina de helados. El pequeño Hayden es un tramposo. Se lo dije, y que no le compraría nada. Se sentó en el suelo, en su huelga particular ese día de huelga general. De nuevo, emergió en la megafonía la voz femenina que nos convidaba a abandonar las instalaciones con urgencia. Puse dos euros en la máquina y salió un cono de limón. El pequeño faraón Nil tiró entonces de mis pantalones. Exigente.

Cuando sea un viejo cascarrabias y vengan a visitarme con sus nuevas novias, los voy a llevar a visitar un nuevo animal en la tierra de la niebla. Será esa tienda con vinos caros que han abierto en la calle mayor.

Su padre vino a buscarnos a la salida del zoo, con el coche de policía camuflado. Le pedimos que pusiera la sirena azul en el techo o no nos montábamos. Dijo que no. Así que nos sentamos en la acera, en señal de protesta ese día de huelga general. Nos miró, y dijo: "Siempre podéis regresar a casa a pie". Y arrancó el motor, al mismo tiempo que despegábamos nuestros traseros del bordillo, corriendo para abrir las puertas del auto. Ese tipo duro sabe cómo tratar a los huelguistas que exigen helados o sirenas caprichosas.

Fue un día agotador. Así que el jueves le pedí ayuda. Pocoyó vino con su disfraz de domadora de circo para amansar a las fieras de mis sobrinos, aunque estuviera cansada del trabajo. Pero me regaló el favor de cambiarse de ropa, bajar al parque y conocer al pequeño Hayden y al pequeño faraón Nil. Lo primero que les contó es que tiene dos pingüinos como mascotas. No me gusta que engañen a los niños con historias absurdas, pero a ellos se les pusieron los ojos como platos y no se movieron de sus piernas escuchando cómo sacaba a caminar a sus animales de noche por el paseo de Sant Joan, cómo les daba sardinas después de que aplaudieran con sus aletas en esa fuente a mitad del trayecto, cómo los devolvía a su piso mientras ellos balanceaban sus cuerpos sin hombros. Y les habló de un amigo suyo que tiene marsupiales en casa. El pequeño Hayden se enamoró de Pocoyó. Y el pequeño faraón Nil, un poquito, también.

Dejamos a los niños en el domicilio Hayden. Nos quedamos solos en la calle. Ella no es tan tímida como yo, pero casi. Tenía ganas de quedarme un rato más al lado de esa mujer. Me atreví a perdirle si quería caminar un instante más conmigo (últimamente me siento solo, es extraño en mí). Ella no suele decir que no. Así que andamos como pingüinos urbanos, hacia el Turó Parc. Alargó el instante que le había pedido hasta mucho más allá del tiempo de la cena.

Pocoyó se cobrará ese y otros favores. Algun día.

No me falta tanto para ser un anciano. Sé dónde estaré entonces: en la tierra de la niebla. Seré un viejo cascarrabias tumbado en una hamaca en el patio, cabreado porque me ha llamado Pocoyó para decirme que viene a pasar el fin de semana conmigo con su nuevo novio, justo cuando quería arrancar los tallos secos de las macetas, escuchando un partido del Barça en los walkmans. Levantaré el culo de mi hamaca comprada en Tintorero, en el estado venezolano de Lara, treinta años atrás, para poner algo de orden en la casa. Para arreglar su habitación de invitados.

A mitad de nuestro trayecto, me llamó Ilse. Desde que está matriculada en la Universitat Oberta de Catalunya tiene problemas con el catalán (ella es madrileña, pero le gusta nuestro idioma). Así que la ayudo a traducir frases, a comprender textos, mientras sus gatas pasean sobre el teclado y su novio Oscar (ella le llama Ojcar, porque habla castizo) le prepara la cena en un barrio del centro de la península, que no sabría situar en un atlas mundial. Es curioso tener amigas en un sitio que no sabes localizar, imaginar.

El texto que debía traducirle hablaba de que cada historia es nuestra mientras la escribimos, pero que luego se convierte en mil historias diferentes en los ojos de mil lectores diferentes. Y, a partir de ese enunciado, le pedían una redacción. Me dijo que la escribiría, y que cuando regresara a casa, tras el paseo con Pocoyó, la tendría en el ordenador.

Llegué al piso. encendí la máquina. Allí estaba su texto. Era magnífico, como siempre. Hablaba de la relación de las palabras escritas o pronunciadas, con los lectores u oyentes. Pongo sólo un fragmento, porque no le he pedido permiso:

"Durante toda nuestra existencia, vamos cargando con un montón de palabras. Desde aquella punzada que nos soltó nuestra madre en forma de frase lapidaria y que ha acabado marcándonos el carácter hasta las cartas del primer novio, que vamos moviendo de mudanza en mudanza".

La llamé por teléfono para comentar su trabajo. Hablamos un rato de eso. Y luego quiso despedirse porque debía ir a cenar. Ella no es tan tímida como yo, pero casi. Tenía ganas de quedarme un rato más al lado de esa mujer. Me atreví a perdirle si quería charlar un instante más conmigo (últimamente me siento solo, es extraño). Ella no suele decir que no. Así que nos contamos cosas que no van a variar el sentido de rotación del planeta, pero que a nosotros nos sirvieron para sobrevivir. La tuve hasta las tantas al teléfono.

Ilse se cobrará ese y otros favores. Algun día.

No me falta tanto para ser un anciano. Sé dónde estaré entonces: en la tierra de la niebla. Seré un viejo cascarrabias tumbado en una hamaca en el patio, cabreado porque me ha llamado Ilse para decirme que viene a pasar el fin de semana conmigo con su nuevo novio, justo cuando quería arrancar los tallos secos de las macetas, escuchando un partido del Barça en los walkmans. Levantaré el culo de mi hamaca comprada en Tintorero, en el estado venezolano de Lara, treinta años atrás, para poner algo de orden en la casa. Para arreglar su habitación de invitados.

En eso se resume la vida: en arreglar habitaciones de invitados. Si lo conseguimos, significará que hemos sido especiales para alguien.

PD: El título de esta entrada es porque Ilse siempre me llama viejuno. Y lo soy. Ella es del puñadito de personas que agarro en el aire y las llevo a mi corazón. Suena a cursi, pero es así.

PD2: Este post es para Emily (otra que me va a joder cuando sea anciano, y me llame para venir con su nuevo novio, justo cuando quería arrancar los tallos secos de las macetas). Espero que no cierre su casa en Blogville. Que saque su hamaca comprada en Tintorero a su terraza sobre el río, y nos teclee palabras, de vez en cuando. Con su arte de novelista. Tumbada allí. Sonriendo.

Ajudem en Pau

La Laie fa una crida per ajudar aquest nen de tres anys, fill d'un company de feina. Al seu blog trobareu més informació. No em poseu comentaris a mi, sisplau. Digueu-li alguna coseta a ella, si us ve de gust (poca gent la comenta). No tinc diners per ajudar en Pau. Però tinc temps per ajudar a difondre aquesta iniciativa. Gràcies.

PD: Vaig descobrir la Maria Coma al blog de la Llum, que sempre posa bona música. Fa dies que volia penjar aquest tema. Crec que li agradaria al Pauet.



PD2: La Laie ens comunica que ja han aconseguit els diners per al tractament del Pau. Esperem que tot vagi bé.