El blog de Neo. Y otras historias pendientes (reloaded)


Hace unos días, estuve en la casa de chocolate de la princesita y Buñuel. En L'Hospitalet. Tenían las estanterías abarrotadas de recuerdos, pero no había ninguna fotografía mía (un día, cuando sea rico, se la voy a enviar desde Ceilán). Me ofrecieron una ensalada con queso, que retiré discretamente con la punta de mi tenedor; pan con jamón, y tomates secos con parmesano, que retiré discretamente con mi tenedor. Luego hablamos de cuentos para niños hasta las tantas. Regresé a Barcelona a las tres de la madrugada buscando un ómnibus amable, que no llegaba, mientras ellos ya soñaban.

Hace un par de martes, subí por las escaleras mecánicas de la plaza de l'Àngel. El sol me abofeteó en pleno rostro cuando llegué al exterior. Achiné los ojos, mientras realizaba una panorámica con mi cuello hasta descubrir a la mujer noble y al jardinero fiel en una esquina.

Ella estaba veraniega, con el cabello despeinado y la sonrisa franca. Reía. Parecía mucho más joven que cuando la conocí. Y él se había desprendido del sombrero de invierno, pero no de su pendiente discreto. Reía también. Eran una pareja simpática. Les entregué la mercancía, recién llegada desde los mares del sur. Costo de primera. Un par de Bruquets.

A cambio me descubrieron sus rincones de cuando eran niños en La Ribera, el Gótico y la Barceloneta. Esa antigua cooperativa de pescadores que ahora era una biblioteca municipal, ese horno de pan de verdad, la librería Negra y Criminal, el restaurante Chériff donde hacen las mejores paellas del mundo y ese local de tapas sabrosas al que nos convidó ella. A cambio, les descubrí las calles escondidas del Pou de l'Estanc y del Pou de l'Estany.

El domingo pasado, la mujer elegante me invitó a comer en su patio del barrio de Congrés con su hija menor, sus gatas y sus plantas, bajo la sombrilla robada de madrugada en no sé qué terraza. La chica estaba guapa de verdad ese mediodía. Parecía una planta recién regada. No me gustan los tatuajes, pero acepté la novedad de esas garras de felino trepando por su hombro. Comimos una ensalada y un estofado estupendos, mientras dejábamos pasar la hora de la siesta.

Luego, la mujer elegante y yo fuimos a pasear por sus lugares de cuando era pequeña. Por ese barrio de Sant Andreu que desconocía y que me sorprendió tremendamente. Por el parque de la fábrica Pegaso, por la plaza Orfila, por las inmediaciones del campo de fútbol del Nou Sardenya. Después de que el equipo del barrio se jugara el ascenso a segunda contra el Barça Athletic, vimos regresar a los aficionados a casa con sus banderas derrotadas, por esas calles empedradas que custiodaban unos árboles que despachaban limas gratuitamente. En una placita porticada pasamos frío, mientras la mujer elegante y yo tomábamos una cerveza y aguantaba su torrente de frases inacabables.

Este miércoles pasado, la mujer elegante me invitó de nuevo. Esta vez a cenar. Sabe que no me gusta el queso. Pero me preparó una súper ensalada de rúcula con huevos de codorniz y... virutas de Parmesano. Había muchos trocitos, y tan diminutos que se escapaban entre los dientes de mi tenedor para apartarlos. Tampoco podía quejarme: fue la única persona en Barcelona que me impidió pasar la noche de San Juan en soledad. En el patio estábamos ella y yo, y tres personas demasiado jóvenes para nosotros. Su hija menor volvía a estar guapa de verdad. Y elegante con esa falda y ese top negro. Se largó al baño, cargada de tatuajes. Su amigo, que parecía buen tipo, tambien se largó al baño, cargado de piercings. Y la mujer elegante, que parecía contenta, coincidió en largarse al baño, cargada de collares. Seguramente, hicieron cola frente a la puerta, a no ser que lo convirtieran en un camarote de los Hermanos Marx. En el patio nos quedamos una armenia de dieciocho años y yo. No hay nada más angustioso que quedarte en un patio con una chica armenia desconocida de dieciocho años, cuando ya tienes cuarenta y cinco.

Luego, la mujer elegante y yo bajamos a la playa, en un metro infestado de personas poco elegantes. Caminamos por la playa, entre mil hogueras y petardos. A mí me gusta ese ambiente (avanzar entre la multitud). A ella no. Nos encontramos en un restaurante a pie de playa con la princesita y Buñuel, y sus dos recientes amigos del consulado polaco en Barcelona. Dos ositos de metro noventa. Fue divertido hacer bromas con ellos.

Los nórdicos se esfumaron. Luego charlamos los cuatro en la playa: la mujer elegante, la princesita, Buñuel y yo. Con una botella de vino anclada en la arena. No nos bañamos, pero nos mojamos las manos y la nuca, para pedir algo de suerte este año. La mujer elegante y la princesita se hicieron amigas, mientras Buñuel soñaba dormido sobre un pareo, como un crío, con las manos entre los muslos, y yo soñaba despierto, con las manos entre lo muslos, como un crío. Nos despedimos alrededor de las cinco de la madrugada.

Este viernes mis padres vinieron a Barcelona. Comimos en la calle Magdalenes, después de que ellos hicieran de canguro toda la mañana del pequeño Hayden y del pequeño faraón Nil. En la Rambla, les compraron una bola de plástico para el hámster, que ahora rodaba sobre la mesa del Bella Hermínia donde almorzábamos contemplando el flujo de personas por la calle. Desfiló gente parecida a la mujer elegante, a la princesita o al jardinero fiel por allí. Pero no eran ellos. Así que no pude contarles a mis padres que tenía esos nuevos amigos.

PD: Utilizo este blog como una especie de diario personal. Un día me gustará recordar estos paseos. Pero sé que sólo me interesan a mí.

Hay blogs mucho más frescos. Como el de Neo.

Me gusta el espacio que ha abierto para mostrarnos sus cosas. Es el trasto de Duschgel. Tiene ocho años. Diría que es un trasto alemán. Por tanto, de absoluta fiabilidad. Y es lo más fresco y alegre que he visto en mucho tiempo. Lo voy a leer con ganas.

Blog de Neo

¿Le damos un empujoncito? ¿Celebramos que hay blogueros con futuro?

Barbarita en Ceilán


De pequeño coleccionaba sellos. Para hacerlo, hay que ser meticuloso.

Los arrancaba de postales antiguas en la granja de los caballos a base de vapor de agua. Luego los sumergía en un plato sopero, para despegar la goma y los restos de papel del dorso. El rey Alfonso XIII me miraba ahogándose muchas décadas después de que guiara aquellas cartas de amor de los bisabuelos, escritas con letra menuda y cuidada. Finalmente, los secaba boca abajo sobre papel de periódico y los prensaba en la enciclopedia Salvat.

Con ellos comencé la colección. Luego desvalijé las cómodas de todas las tías maternas (cinco) en busca de cartas, postales, paquetes certificados... con mi disfraz de ratón. Pero apenas reuní un centenar de ejemplares en esas tardes de expolio. La mayoría eran piezas de caza menor: el Caudillo retocado con Photoshop para parecer más joven en esos sellos de tonos pastel.

Barbarita fue la verdadera impulsora de la colección. Era la amiga americana de mis padres. La conocieron en su viaje de boda, en esa España de los años sesenta. Sus vidas se cruzaron en un hotel de Barcelona, a la salida de un ascensor. Luego volvieron a tropezar sus pasos en un hotel de Sevilla, a la salida de un ascensor, casualmente, como en una novela de Paul Auster. Si te sucede eso, es inevitable reírte y hacerte amigo para siempre, aunque ella viviera en San Antonio (Texas) y ellos en la tierra de la niebla. Se cartearon durante mucho tiempo, con esos sellos preciosos de aviadores yanquis en los sobres vía aérea que el cartero depositaba bajo la puerta de madera. Arrancaba sus estampillas a base de vapor de agua para sumergirlas en un plato hondo, mientras los hermanos Wright (pioneros de la aviación) me miraban ahogándose en ese pequeño Atlántico sopero. En las cartas siempre había fotografías polaroid de ella y sus nietos frente a una casa de madera. Todos tenían los dientes perfectos y blancos en esas sonrisas que a los norteamericanos les surgen espontáneas, mientras que nosotros debemos decir "patata".

Yo ya había nacido, y ya coleccionaba sellos, cuando una mañana de verano Barbarita llamó al timbre de la granja de los caballos. Venía de vacaciones. La recuerdo vestida muy diferente a nosotros, con su elegancia norteamericana y su cabello corto y cuidado. Alta, educada (se parecía tremendamente a la mujer noble). Tras despeinarme, me entregó un sobre de papel marrón, repleto de sellos de todos los países que había visitado desde que su marido murió siendo todavía joven.

Mientras permaneció en la tierra de la niebla, mientras conocía nuestros rincones, mientras disfrutaba de nuestro cuidado en un país con una dictadura militar, yo limpiaba y prensaba miles de sellos de cien lugares distintos que me costaba situar en un mapa, entusiasmado con aquel regalo. Los más bonitos eran de un sitio que me parecía el más fantástico del planeta, con aromas de especias y tigres en las selvas. Con cuentos de Salgari. Se llamaba Ceilán. Barbarita me habló de él en el patio con hortensias, sentado en el suelo con mi pantalón corto, cerca de sus piernas.

Ella murió en San Antonio (Texas) pocos años después. Yo me hice mayor. Mi colección de sellos reposa olvidada desde hace tiempo en un cajón de la granja de los caballos, con todos esos secretos.

No volví a pensar en Ceilán, ni en Barbarita, hasta que el sargento Hayden me regaló un CD en 2006 de una cantante llamada MIA. Ella es de esa isla. Me pareció extravagante una rapera ceilandesa. Pero me gustó que su música me hiciera recuperar la ilusión de vivir.

Me levanté durante meses, casi cada mañana, con el tema "Sunshowers". Recuperé las imágenes perdidas del aroma de las especias, de los tigres en las selvas, de las historias de Salgari. De Barbarita llamando al timbre de la granja de los caballos, trayéndome ese sobre con miles de sellos de todos esos sitios que ella había pisado. De esa mujer norteamericana junto a las hortensias del patio, con su cabello corto, con su elegancia distinta a la nuestra.

Escuchaba a diario esa canción que me cargaba de energía cuando comencé a escribir este blog y compraba una baguette en la panadería de la calle Torrijos, cuando regateaba el precio de la verdura en ese mercado municipal que parece un sombrerito inglés de media copa, cuando me entretenía en enamorarme de la muchacha triste de la librería de la calle Verdi. Esa etapa fue feliz en mi vida.

Hacía tiempo que no escuchaba el CD de MIA. Que no pensaba en Barbarita, en Ceilán, o en la primera etapa de mi blog, cuando era feliz y creo que lo sabía transmitir. He recuperado esa música hace poco poniendo orden en mis estanterías. La vuelvo a escuchar flojito mientras me ducho, para no molestar a nadie, y me doy prisa en quitarme el jabón de las orejas porque me gustan sus canciones. El tema "Sunshowers" me ofrece de nuevo energía extra para comenzar el día, como en 2006. También he vuelto a comprar en la panadería de la calle Torrijos. Luego desciendo hasta el mercado municipal, con su techo que parece un sombrerito inglés de media copa, para regatear el precio de las verduras en ese puesto que ya es barato.

De regreso a casa, pienso historias para contar aquí o en otras partes, mientras la muchacha triste sigue sin mirarme tras el escaparate de su librería. Antes de subir al piso, adquiero un sello cada día en el estanco para esa colección que comencé hace tiempo y que reposa en algún cajón de la tierra de la niebla. Como Barbarita reposa en algún lugar de mi memoria, rodeada de hortensias, imaginada en Ceilán.

PD: Disculpeu. Darrerament no us he pogut llegir. Ho aniré fent.

Carlitos Churchill y otras personas que no son spam


Este viernes entré en todos los restaurantes de la calle dels Sitges, en Barcelona. Me daba de lleno el sol en la cara, hasta cegarme, caminando por la acera de la izquierda. Llevaba mi camiseta gris de la buena suerte. Las paredes eran de piedra antigua, pero yo buscaba a mis amigos recientes: Ilse y Carlitos Churchill.

Los descubrí tras el tercer escaparate al que pegué mi nariz. Se reían con ganas en una mesa para dos personas, con sus gafas de pasta modernas. No quise quebrar el encanto de ese momento entre ellos. Caminé hasta el final de la vía y me senté en un pilón de hierro para fumar un cigarrillo. Cuando regresé estaban más serenos, a punto de pedir el postre. Entré en el restaurante. Le di un beso a Ilse. Después me presentó a Carlitos. Los dos tienen los ojos azules. Los dos parecían ingleses extraviados tras sus mapas de Barcelona ese mediodía, como en una película de Joseph Losey, aunque sean madrileños. Charlamos, y decidí que Carlitos formaría parte de mi lista de personas admitidas en este mundo. El resto son spam. Es un tipo encantador, risueño, inocente, agradable. Me enamoré de Carlitos. Claro que llevaba mi camiseta gris de la buena suerte, que me impide conocer a cabrones.

Este sábado, después de que ella adquiriera todas las mercancías de la tienda del CCCB para llevar regalos a su lista de personas admitidas en este mundo, compartí con Ilse un trozo de sandía en un muelle, con las piernas flotando como vírgenes suicidas sobre el Mediterráneo. Estábamos a la sombra de una palmera, y era agradable dejar pasar el tiempo allí con mi segunda hermana. Contándonos temores y alegrías. Haciéndonos un resumen de lo que nos ha traído la vida recientemente. De lo que nos ha robado. Parecíamos niños en el recreo de la escuela. Llevaba mi camiseta negra de la buena suerte, que me impide comer sandía con personas malparidas.

Luego quedamos con la princesita y Buñuel en el Barrio Gótico. Los descubrimos a través del escaparate de una bombonería de la calle Portaferrissa. Estaban guapos, vestidos de fiesta porque esa noche iban a una entrega de premios teatrales. Parecían una pareja surgida de una película francesa de Eric Rohmer, con sus ojos oscuros y sus narices afiladas, seleccionando con cuidado el bombón que les ofrecería un momento de felicidad. Escuchaban con atención a la dependienta, que parecía contarles exhaustivamente los detalles de cada dulce, antes de decidirse por la compra de uno u otro. Transformando una nimiedad en un acto de importancia vital. No quisimos quebrar el encanto de ese momento. Ilse y yo caminamos hasta el final de la calle. Me senté en un pilón de hierro para fumar un cigarrillo, mientras ella me contaba esas historias que en su boca siempre parecen cuentos de Elvira Lindo. Habla como escribe. Luego nos reunimos con ellos y, en ese patio del Museu Marés, Ilse, la princesita y Buñuel se incluyeron mutuamente en su lista de personas que se admiten en este mundo.

Este domingo quedé con Ilse y la mujer elegante en el patio del CCCB. Llegué tarde, como siempre. Las descubrí hablando en un banco, a lo lejos, como si fueran amigas eternas. Me senté en un pilón a fumar para no romper su unión. Ilse seguía pareciendo una turista británica en Barcelona, y la mujer elegante tenía la energía de una Sofía Loren, con esa dureza italiana en sus ojos. Las contemplaba, mientras aterrizaban palomas en las baldosas y el viento levantaba las faldas de las turistas de verdad. Pensaba en la suerte que tengo de conocer a toda esa gente, para la que pondría una mesa larga en un patio con flores. Y me sentaría a escuchar sus risas y sus historias, tras la comida.

Este domingo por la tarde, mi camiseta marrón de la buena suerte no me impìdió cargar la maleta de Ilse, que tenía una rueda rota, hasta la estación de Sants. Regresaba a Madrid. La vi desaparecer por los pasillos del AVE, mientras añoraba ese viernes pasado cuando la buscaba por la calle dels Sitges. Mi segunda hermana se giró para mirarme. Es la única persona del mundo que lo hace cuando nos despedimos. Tenía los ojos muy azules. No sabía cuando los volvería a ver.

Salí con la mujer elegante a la calle. La obligué a caminar, a pesar de sus protestas italianas. Un día de éstos la pongo en la carpeta spam.