Pendiente de contar

Sigo parcialmente incomunicado. Stop. En casa de Fra Miquel podéis ver y leer un largo paseo que compartimos juntos, aunque lo hiciéramos por separado. Espero que me permita repetir la experiencia en el futuro. Parecemos reporteros de verdad: el fotógrafo y el plumilla. Stop. Tengo historias por contar. El terremoto Ilse ha regresado a Barcelona, metiéndome en problemas con sus cánticos de hala Madrid en la cabalgata de los Reyes Magos del Barça tras el triplete histórico (música de Manel). Stop. La mujer elegante me ha hecho un favor tremendo prestándome su tecnología punta, y aún no le he contado que algo se instaló en su ordenador portátil -glups- (música de Blonde Redhead). Stop. Una buena amiga anda algo pachucha, con calditos y esperas largas de diagnóstico. Siempre le quita importancia a todo. Se guarda el miedo dentro. Pero le vamos a hacer compañía entre todos (G. me pregunta a menudo por cómo está; y con R. iremos a achucharla en esa playa larga). Estos días esa buena amiga prefería preguntarme telefónicamente por cómo de gamberras habían sido Ilse y la mujer elegante en su encuentro en Barcelona, en lugar de hablar de lo suyo. "Mucho. Han sido tremendas. Ni te lo imaginas" (música de Teddy Thompson). Stop.

Velas y bengalas


El sábado fui al Jardí Botànic de la montaña de Montjuïc antes de la hora en que los carrozas nos convertimos en calabazas. Era la noche de los museos y, al ser gratis, convidé a la mujer elegante. La avenida de Maria Cristina estaba vallada por el Saló de l'Automòbil y no había transporte público a la vista. Así que detuve rumboso a un taxista que no había oído hablar en su vida de esos jardines que buscábamos. Después de dar mil tumbos, paró su vehículo en las inmediaciones del Estadi Olímpic. Al ir a pagar me di cuenta de que me había dejado la cartera en casa. Por suerte, la mujer elegante no es tan despistada como yo.

Esperábamos encontrar un tumulto de personas en la montaña transitando de un museo a otro, como sucedió el año pasado. Pero estábamos prácticamente solos, caminando por esa carretera oscura con nuestros chalecos de naturalistas para no desentonar en el jardín botánico, temiendo que nos atacaran las manadas de lobos que todo el mundo sabe que se desplazan famélicos de noche por Montjuïc. Habíamos olvidado que la gente permanecía pendiente allá abajo, entre las luces del skyline, de que el Real Madrid perdiera contra el Villarreal y el Barça fuera matemáticamente campeón de Liga.

Vimos más allá de una rotonda el cartel anunciador de nuestro destino. La chica de la recepción nos franqueó el paso a la oscuridad más absoluta en el interior del recinto al aire libre. Unas mínimas velitas delimitaban los bordes de unas cuestas tremendas, para evitar que nos precipitáramos por los desniveles del Jardí Botànic. Intuimos sombras de árboles exóticos contra el cielo sin luna, escuchamos croar a mil ranas buscando aparearse y olimos plantas aromáticas preguntándonos si era romero, mientras ella sacaba fotografías del horizonte barcelonés con la cámara recién estrenada (estaba más pendiente del artilugio que de mí, aunque eso me sucede con todas las mujeres elegantes que acaban de adquirir cualquier cosa, ni que sea un helado de chocolate).

En el museo que corona la cima vimos la exposición "Fibres vegetals, les plantes ens ajuden a viure". Era una muestra interesante, pero yo no dejaba de pensar en que mi equipo quizá ya era campeón mientras recorría con la mirada los capazos para recoger aceitunas, las cuerdas trenzadas o las escobas con mango de caña. Sin detectar ninguna bufanda blaugrana entre los escasos asistentes. Sin detectar ningún signo de complicidad. Poco antes de la medianoche, analizando un haz de sarmientos de avellano, comenzaron a llegar lejanos ruidos de tracas y petardos provenientes de la ciudad a los pies de nuestra montaña. Salimos al mirador. El Barça se había llevado el título de Liga a sus vitrinas sin jugar, como el miércoles anterior ganó la Copa del Rey de manera fácil. Obtener dos títulos en una semana no sucede a menudo, y Melahel y yo comenzamos a levitar lentamente en dirección a los festejos.

Así que a la mujer elegante no le quedó otro remedio que tomar prestados (en un descuido del vigilante) un par de cordeles de fibra vegetal de la exposición para atarlos a nuestros tobillos y arrastrarnos al MNAC (Museu Nacional d'Art de Catalunya) como si fuéramos dos globos de feria, mientras con la mano libre lanzaba clics sin parar a todo lo que se movía con su máquina fotográfica que olía a nueva, imitando a las turistas japonesas. El ángel y yo estábamos algo nerviosos porque la celebración en Canaletes ya había comenzado, y ahora flotábamos en un museo silencioso viendo cuadros oscuros allá abajo y procurando no chocar contra el techo. Ella no se cansaba de mirar con detalle las obras de Fortuny, de Casas, de Sunyer. Y si emitíamos una tímida sugerencia con la boca pequeña de marcharnos, ella daba un tirón brusco de los cordeles y nos hacía descender un par de metros en un segundo hacia el suelo (con su particular ley de la gravedad). Para acabarnos de fastidiar, cada vez que un cuadro despertaba especialmente su pasión hacía girar su bufanda modernista en el aire gritando: oeee, oeee, oeee, oeee. A la una de la madrugada nos invitaron a abandonar el museo. Hora de cierre. Melahel y yo chocamos los cinco. De la ciudad seguían llegando noticias de festejos, aunque más apagadas.

Creo que lo hizo adrede. La mujer elegante nos extravió por una parte de la montaña ignota. La avenida principal seguía cortada por el Salón del Automóvil. Así que descendimos por un torrente oscuro entre un puñado de personas con gafas de pasta (que parecían poco pendientes del Barça). A nuestra espalda aullaban los lobos. Muy tarde alcanzamos la civilización. De repente se acabó el bucolismo y la paz interna y externa alcanzada en esas lomas y en esas galerías pictóricas. El ruido de cláxones en la Gran Via, en esa celebración histérica de futboleros, nos hizo procurar que no nos atropellaran.

Tomamos el metro (como Melahel y yo levitábamos no pagamos ticket), y en la estación de plaza Catalunya la mujer elegante nos desató el cordel de los tobillos, nos dio un beso en las mejillas y nos mandó a dormir. Se separaron nuestros caminos: ella se largó por la línea roja y nosotros esperamos nuestro convoy de la verde. Era demasiado tarde para subir a Canaletes, donde seguramente ya sólo quedaban los alborotadores y los antidisturbios. Esperamos a que llegara nuestro nuevo transporte. El panel indicaba que tardaría doce largos minutos. Hacía calor. En ambos andenes había una multitud de barcelonistas jóvenes. Parecían derrotados ante tanta victoria imprevisible hace unos meses. Permanecían callados, somnolientos. Hasta que en nuestra zona un chico con cara de buen tipo comenzó a agitar una bufanda y a gritar: "Madrid se quema, se quema Madrid". En el andén de enfrente un par de chicas exhaustas en el suelo se espavilaron para contraatacar cantando y dando palmas: "Cooopa, Lliiiga i Champions, Champions. Cooopa, Lliiiga i Champions, Champions". Otro crío cercano a nosotros gritó algo sobre la sexualidad de Guti. De alguna manera el ángel y yo celebramos allí el doblete histórico, apoyados en la pared del suburbano. Se nos habían acabado las pilas y ya no levitábamos

Imaginamos la fiesta de esos críos horas antes en Canaletes (mientras nosotros observábamos obras de Fortuny, de Casas o de Sunyer). Su bullicio. Su derroche de testosterona. Las bengalas. Los cánticos. Las banderas. El policromatismo en esa celebración. Ese fanatismo colectivo que recordarán toda la vida. Hasta que crezcan y se den cuenta de que Canaletes se confunde de un año a otro, que siempre es lo mismo. Que es mucho mejor aguardar el triunfo en un jardín botánico a medianoche con una mujer elegante, mientras las ranas croan en una charca invisible, entre velitas, y la ciudad espera callada allá abajo. Con todo ese silencio inmenso pendiente de ser destripado por la primera bengala.

PD: Estaré unos días sin poderos leer, ni comentar tan a menudo como antes. Tengo internet en la UVI. A ver si me lo arreglan. Entretanto revisitaré a Mario Benedetti, que sigue vivo en mi estantería.

Levitar -reloaded- (Real Madrid 2 - FC Barcelona 6)


He visto la segunda parte del Madrid-Barça con Melahel en un bingo de Travessera de Gràcia, fuera del local. Esa empresa tiene el detalle de poner a disposición de los viandantes una gran pantalla en la entrada, para los que no queremos caer en la tentación de echar una moneda tras otra en las máquinas tragaperras esperando que se pongan en fila tres frutas iguales que nos conviertan en pobres afortunados. La mayoría sabemos que la suerte no existe, que todo se basa en el trabajo.

Este último año me detuve a menudo ante el bingo dejando en el suelo las bolsas de la compra en Mercadona -que está a una manzana de distancia- para apoyar mi pie derecho en la pared y encender un cigarrillo mirando cómo el Barça siempre triunfaba en esa pantalla mientras llovía en la calle, refrescaba, parecía que venía el calorcito o soplaba un viento de mil demonios. Y pasaban los coches acelerados, y las ambulancias gemían tristes y los paseantes con perros hablaban por el móvil sin atender a esas continuas victorias de mi equipo contra Getafes y Sportings. Ganaban gracias al trabajo bien hecho de Pep Guardiola y sus jugadores. Pero no les servía para distanciarse de ese Madrid que no dejaba de alinear, semana tras semana, las tres frutas en la máquina tragaperras de la fortuna.

Esta noche escuchaba la primera parte del Madrid-Barça por los auriculares mientras pagaba el pan de molde, los dos bricks de leche semidesnatada, la bolsa de manzanas granny smith, las latas de atún y la bandeja de salpicón de marisco. La cajera, de cara redonda y agradable, me ha preguntado si seguían uno a tres con una sonrisa cómplice. "Encara." "Avui els en fotrem cinc." "No ho crec, mentre no ens empatin." "En cauran cinc o sis, ja ho veuràs." Parecía segura de sus palabras, cautiva en su silla tras la máquina registradora, sin posibilidad de seguir el encuentro más que con la imaginación.

He corrido al bingo por si su capacidad de videncia era real. He depositado las bolsas de la compra en el suelo. He apoyado el pie derecho en la pared. He sacado un pitillo. He mirado esa maravilla de equipo (escuchando en una emisora de radio que ellos practican danza acuática con un balón). He visto cómo se detenían motos sobre la acera y se apeaban los conductores para frotarse los ojos ante ese dos a tres, ese dos a cuatro, ese dos a cinco y ese dos a seis final de Gerard Piqué. Los compradores de Mercadona elevábamos el puño ante cada gol del Barça y girábamos los rostros buscando complicidad en nuestras caras desconocidas. Poco antes de las diez de la noche el árbitro ha acabado con la sangría para el Real Madrid (y me he acordado de Ilse, de Be, de Atikus, de que estarían jodidos). El Barça ha ganado con un resultado histórico. Y el Madrid ha dilapidado su última moneda en la máquina de la suerte.

Entonces me ha sucedido una cosa difícil de creer: he comenzado a levitar y me he puesto a la altura de Melahel que siempre vive suspendido en el aire porque es un ángel. Le he mirado directamente a los ojos preguntándole ¿y ahora qué hago?. Ha estirado los brazos y ha encogido los hombros como queriendo decir "tú verás". Así que le he seguido como he podido golpeándome contra todos los arboles de Travessera de Gràcia. Levitar no es tan fácil, y más si te sucede por primera vez en la vida.

Bajo nuestros pies suspendidos circulaban vehículos enloquecidos con insignias blaugranas. Sonaban cornetas y estallaban cohetes en las terrazas. La gente se reía ajena a la crisis económica y a la gripe nueva. Hemos llegado al Turó Parc, yo con más pena que gloria (me voy a comprar un casco como siga sin tocar con los pies en el suelo). Y allí hemos emprendido un par de carreras en el aire, con banderas azulgranas anudadas al cuello, contagiados por el entusiasmo general.

En el piso todavía flotaba. He puesto la compra en la nevera como si fuera un astronauta ingrávido en la Soyuz. He llamado a mi padre. Él también ha seguido el partido en el bingo de la tierra de la niebla, con las bolsas de Mercadona en el suelo, y ahora también gravitaba intentando meter la compra en la nevera. Después he solicitado una llamada internacional a la operadora de la centralita de Telefónica. Quería hablar con Ilse, no porque ella sea más madridista que Alfredo Di Stéfano. No soy de los que se recrean en las desgracias ajenas. Simplemente quería saber cómo le iban las cosas; hablar en general. Pero cuando ha descolgado no he podido evitar cantarle el himno del Barça. Y he tenido que separar el auricular de mi oído ante su reacción. ¡Qué lengua tiene cuando se encabrona!

PD: Su último post te hace levitar como con una victoria del Barça. Aunque sea un demonio, escribe como los ángeles.

PD2: Emily nos ha regalado un post precioso. Parece una despedida. Ha escrito textos magníficos. Ha iniciado historias interesantes. Ha creado personajes atractivos. Y creo que nos debe más minutos de lectura. Todavía. Quédate.