El camino de Duran


La última vez que he pasado frío este invierno fue en la tercera gradería del Camp Nou el once de marzo con el tenista -ambos con los cuellos de las chaquetas levantados y las manos en los bolsillos- para ver cómo el Barça introducía cinco balones en la portería de Lloris, guardameta del Olympique de Lyon. Pensamos que la siguiente eliminatoria -en abril- sería con mejor clima, mientras descendíamos por las rampas kilométricas del estadio rodeados de otros forofos con los cuellos de las chaquetas levantados y las manos en los bolsillos. Entre susurros de admiración. La mayoría de barcelonistas somos así: discretos (apocados según se mire).

A las doce del mediodía del viernes pasado, en Nyon (Suiza) el bombo de la suerte emparejó a nuestro equipo con el Bayern de Munich para cuartos de final. No era una mala noticia. Los podemos superar en el cesped y desde allá arriba, en la tercera gradería, animando a ese equipo de ensueño. Media hora después del mediodía del viernes pasado, la primavera desplegó su cola de pavo real celoso -en Nyon, y en todo el mundo- para restarle protagonismo al sorteo futbolístico. Para que los informativos abrieran hablando de ella y no de balompié -que es lo importante.

La primavera desplegó su cola de pavo real celoso incluso en la tierra de la niebla. Y este fin de semana el camino de Duran -custodiado por una fila de castaños enormes- estaba rodeado de campos de gramíneas acabadas de brotar en ese color verde fresco, y las ramas de los perales estaban repletas de pequeñas flores blancas de cinco pétalos (como infinitas novias haciendo el pino con su vestido caro) que olían a mar o a sexo de mujer.

Me quité la chaqueta y me senté en manga corta con la espalda apoyada en un tronco, en esa extensa finca que elegí al azar. Tomaba el sol de mediodía y disfrutaba del silencio -finalizando Un home a les fosques, de Paul Auster. Sólo lo rompían los aleteos de las bandadas de pájaros sobre mi cabeza poniéndose de acuerdo para desplazarse de un frutal a otro en grupo. Era un sonido sordo, como una canción sin melodía.

Esa tarde de sábado, una bicicleta se acercó lenta por un bancal. La conducía un anciano, y nos sorprendimos el uno del otro al descubrirnos en mitad de esa Siberia. En primavera. Con aleteos sobre nuestras cabezas. Estaba en su propiedad privada y habría podido obligarme a que me largara, y yo habría podido ser un tipo maleducado. Pero se limitó a venir y a preguntarme si me encontraba bien. Me levanté y le expliqué que simplemente estaba paseando, y que me había sentado un ratito a descansar allí porque ese lugar me daba calma. Me observó desconfiado. Para un hombre viejo de la tierra de la niebla es extraño encontrar a un tipo que lee en un claro de un bosque de perales. Así que me hice el simpático.

-Està tot ben florit. Això són pereres oi? (con las ramas desnudas de hojas, nunca se sabe) -le pregunté.
-Sí, són conference. Vostè coneix les peres conference?
-N'he collit unes quantes.
-Les coneix?
-Sí, les conec. I aquell arbre amb flors morades, quin és?

(Era un árbol magnífico, de tronco y ramas negruzcas, desnudas todavía de hojas pero plagadas de flores. Hacía rato que lo observaba.)

Me miró sin comprenderme.

-Quin arbre és aquell? -insistí.
-Ah! És un presseguer de préssecs blancs -calló, se arregló la gorrita de visera, y encontró nuevas palabras para proseguir su discurso-. Li diré que aquest arbre el vaig plantar fa més de quaranta anys, quan encara no teníem les pereres. I quan vam fer la plantació, com que no feia nosa pel rec, el vam deixar aquí.

El hombre -octogenario- llevaba un audífono en cada oído, así que no me escuchaba bien. Y parecía agobiado cuando despegaba mis labios (para la gente sin problemas de audición también soy un problema, porque tengo la voz seca y grave). Pero el anciano buscaba charlar, y ya habíamos roto la desconfianza inicial. Así que me detalló -mientras gesticulaba exageradamente con sus manos labradas por el sol y la edad- que cada hectárea de perales producía cien mil quilos de fruta, que su yerno llevaba las fincas, que tenía contratado a un moro que malvivía en un almacén sin agua corriente, que había comprado el primer tractor de la comarca hacía cuarenta años (cuando el melocotonero de flores moradas acababa de nacer -intuí). Se lo habían traído de Francia, y la gente del pueblo le aseguraba que se había equivocado, que esas máquinas modernas no serían rentables. Mejor las mulas. Parecía contento de encontrar en su finca a un tipo curioso que le escuchaba narrar sus viejas historias Me contó lo que quiso contarme, y yo tenía tiempo para escucharle. Me gusta oír a los viejos, a pesar de que no siempre te escuchen -incluso aquellos que no llevan aparatos en los oídos.

Luego me detalló las rutas -que conozco tan bien- para regresar a mi ciudad, cuando le aseguré que quería ir a visitar la feria agrícola internacional antes de que cerrara sus puertas, donde se exhibían tractores verdes Deutz-Fahr y trituradoras-desbrozadoras amarillas de la marca Osmaq, tan alejadas de su viejo tractor francés de hacía una eternidad.

"Vigili de no anar per aquell bancal, que després hi ha un camp llaurat i se li farà malbé el calçat" -me indicó, protector, tomándome por un señorito de la capital. Seguí su trayecto por respeto hacia él, a pesar de que me hizo dar un rodeo tremendo que podía evitar. Cuando le perdí de vista, arranqué una de esas flores que un día se convertirán en rotundas peras conference, y la olí para recordar que su aroma era como el mar o como el sexo de una mujer. La tengo mustia junto a mi teclado y ya no huele a nada.

Alcancé el camino de Duran y -a media marcha- me detuve un ratito a hacerle compañía a los despojos del viejo sauce llorón que arrancaron los vendavales de enero. Era mi punto de referencia en los paseos hasta entonces. Marcaba la mitad de mi ruta. Ahora sólo queda la base de su tronco cuya corteza parece un río de lava. En los aros de la superficie se lee su edad acabada. Sus ramas están derrotadas a diez metros a la redonda, en el suelo, entre diminutas flores violetas que se anticiparon a la primavera.

Todos tenemos nuestros paisajes queridos. El mío es éste. Y cuando me largo de la tierra de la niebla en el tren de las 16:15 intento distrutar del último momento nostálgico observando en la ventanilla las copas lejanas de los castaños que perfilan el camino de Duran, hasta que el convoy alcanza el primer pueblo y todo se oculta tras los edificios.

Allí queda el anciano en bicicleta, el sauce llorón abatido, la sombra del señor Gris, el tenista y la señora Sofía durmiendo en el sofá con la tele encendida, el hombre que cuida animales enamorado de una maestra de escuela. La primavera en esas flores como novias haciendo el pìno.

Voy en ese tren que regresa a la metrópoli. Llega con gente raptada de estaciones anteriores. Cada una con su camino de Duran. Hacía tiempo que no aparecía esa pareja en el vagón. Son un padre y su hija pequeña (diría que tiene unos siete años). Él huele a un pasado presidiario por el peso en sus espaldas. Va tatuado y anillado y despeinado. Ella es una niña guapita y traviesa. Supongo que regresan a alguna parte o que huyen de alguna parte. Eternamente. Me gusta su relación. Él le coloca peliculas infantiles en un reproductor de CD's, con auriculares para no molestar al resto del pasaje. Le pone pegatinas de muñecas en la ventanilla para que ella las ordene y organize historias. Sabe calmarla cuando la chiquilla está excitada. Le dice lo que puede hacer y lo que no está bien. Y la hija obedece. Se levanta tranquilo para cerrar la puerta entre vagón y vagón, que los niñatos adolescentes se han dejado abierta porque creen que sus padres permisivos van a cerrarla por ellos. Me tranquilizan las siluetas de ese tipo y su pequeña, recortadas en la ventanilla, con caminos de Duran de fondo, mientras acabo de leer Un home a les fosques, ajeno a esos paisajes que ya no me pertenecen: "Amb la crossa a la mà, torna al llit i s'asseu al meu costat. Sí, papa, diu, mirant la seva filla amb ulls de preocupació, l'estrany món avança".

PD: Per a la Joana, perquè torni aviat.

Miradores


Después de cenar saco la basura a la calle, y alguna noche mis piernas se resisten a regresar a casa. Entonces pongo un pitillo entre mis labios y, mientras lo prendo, dejo que me arrastren hacia donde quieran. Uno de sus lugares preferidos es el mirador sobre la ciudad, cercano al Centre Cívic El Guinardó, tras media hora de marcha. Apoyado en la barandilla intuyo el Mediterráneo que duerme en el horizonte y espío mil ventanas iluminadas y escucho grillos en los jardines bajo mis pies. El skyline ha ido evolucionando estos años. Primero fueron las torres gemelas, luego vino la Torre Agbar que se disfraza de blaugrana al anochecer. Ahora hay un cuarto rascacielos cercano a Diagonal Mar que desconozco (agradeceré que alguien me dé pistas).

Me gusta esa Barcelona que se quiere convertir en una Nueva York a escala reducida. Pero alguna noche, cuando saco la basura a la calle y mis piernas se resisten a regresar a casa, les pido que me conduzcan a dos espacios que no han variado en los últimos cien años. Están a gran distancia el uno del otro, pero en el fondo son el mismo lugar: un reducto del pasado que se niega a sucumbir ante los planes municipales de ordenación del territorio, y a los que cuesta acceder si eres tímido porque no parecen espacios públicos, sino privados.

Uno es la calle Aiguafreda que me descubrió Fra Miquel: un diminuto pasaje de Horta al que se llega sorteando torrentes desde la calle Granollers, rodeado de huertos y de viejos lavaderos. Las entradas de las humildes casas de planta baja no disponen de portero automático, ni de alarma conectada a Securitas, ni de doble cerrojo. Las protegen unas simples cortinas de tirillas para que no molesten las moscas. Hay bibicletas oxidadas que reposan en las fachadas blancas, y gatos gordos perezosos que deambulan en busca de una caricia. En una ventana desnuda una mujer teclea en el ordenador. Los bulbos quieren convertirse en flores de primavera en esas macetas que podrías robar sin problemas. Y los peldaños de una callejuela oscura descienden hasta la parte trasera de una vivienda con ropa colgada con olor a lavanda. ¿Qué mejor lugar para hacer el amor, o atarte un zapato, o volver a encender un pitillo apagado antes de tiempo? El silencio inunda los lavaderos abandonados frente a esos domicilios, donde las mujeres limpiaron las ropas de los señores de Barcelona desde el siglo XVIII hasta hace poco, cuando el agua del barrio de Horta era abundante y clara, y sus lavanderas eran las mejores profesionales. En algunas esquinas leí carteles colgados contra un plan municipal para derribar todo eso y convertirlo en edificios impersonales de muchas plantas. Sin gatos rechonchos, ni bicicletas oxidadas.

Mi otro lugar secreto está a escasos cinco minutos de la Diagonal, bajando por la calle Entença. Cerca de la Colonia Castells hay una casa okupa que, en ocasiones, propone sesiones de cine gratuitas a la fresca en su patio cuidado. Ignoro si asisten las ancianas que siguen viviendo en esas casas que levantaron sus antecesores a principios del siglo XX para alojar a los trabajadores de una fábrica de barnices y charoles. Ahora en los pasajes de Piera, de Barnola, en la calle Castells ves despedirse con un beso en las mejillas de la madre regordeta al hijo apresurado que ya no vive allí y que apenas la mira aislada en el retrovisor, mientras su coche asciende hacia la ciudad moderna a un paso de la Diagonal. Alejándose de esas casas menudas, de esas fachadas pintadas de color pastel o desconchadas. De los portales tapiados. De las puertas azul claro. De los gatos vagabundos y confiados que siguen poblando esa colonia industrial en la que él fue niño una vez. Donde las plantas siguen creciendo enérgicas en esos pequeños patios anteriores de las casas, protegidos por medio metro de ladrillo. Donde las abuelas mantienen sus sillas plegadas frente a las puertas, para reiniciar la tertulia a media tarde en las aceras sin taxis nerviosos, ni ambulancias ruidosas, ni ejecutivos estresados.

Está a escasos cinco minutos de la Diagonal, y ese lugar acabado transmite tanta calma que debería formar parte de los recorridos turísticos para salvarlo. Pero el ayuntamiento ya ha encargado a Incasol que derribe esas casitas decadentes por tantas décadas sin inversiones públicas, y construya 444 pisos impersonales allí, una plaza arbolada y una residencia para la tercera edad -para acallar su mala conciencia. Quizá la crisis económica lo retrase, y esa madre regordeta y pausada pueda seguir despidiéndose de su hijo en la Colonia Castells (mientras él acelera y la observa cada vez más diminuta en el retrovisor), todos los domingos del mundo al anochecer, gracias a esa prórroga imprevista.

Quizá la crisi ralentizará el medio centenar de edificios altos que se proyectan entre la prolongación de la Diagonal y la gran via de l'Hospitalet, con el rascacielos obús de Jean Nouvel como estrella. Calmará las obras de la torre de 145 metros de altura y 34 plantas de Frank Gehry en La Sagrera. Quizá en la Vall d'Hebron, la Teixonera y la Clota se respetarán los huertos y las masías antiguas, rodeadas por torrentes que generan pozos y acequias, para no crear 1.800 pisos nuevos. Prorrogarà que se mantengan erguidas las tres torres de la central térmica de Sant Adrià para evitar que dejen espacio a un hotel de lujo y a unas instalaciones deportivas...

Después de cenar saco la basura a la calle, y alguna noche mis piernas se resisten a regresar a casa. Entonces pongo un pitillo entre mis labios y, mientras lo prendo, dejo que me arrastren hacia donde quieran. Uno de sus lugares preferidos es el mirador sobre la ciudad, cercano al Centre Cívic El Guinardó, tras media hora de marcha. Apoyado en la barandilla intuyo el Mediterráneo que duerme en el horizonte y espío mil ventanas iluminadas y escucho grillos en los jardines bajo mis pies. Y asisto a los cambios en el skyline, mientras me acuerdo de esos paisajes ocultos -ancestrales- que se acaban, que se mueren invisibles antes incluso de que la mayoría de nosotros los hayamos descubierto.

Menta



Hay un blog que siempre me parece desgarrador, siempre auténtico. A veces me adivino en sus palabras, y otras me siento un ser privilegiado al lado de su autora. Siempre sabe a menta o a hierbas amargas o dulces. Pero tiene sabor. No es banal.

Hoy ella cumple años. Y yo sólo puedo regalarle una visita vuestra y esta canción, para que los desenvuelva mañana y sonría.