El viento




Un pelícano se extravió en su ruta de las marismas de Europa oriental a África. Con un poco de suerte ahora puedes ver surgir su corpachón y pico curiosos entre la niebla de mi tierra. La colonia de cigüeñas que residen permanentemente allí le acogieron en su tribu, y los fotógrafos de la prensa provincial le persiguen desde entonces para retratar su cuerpo regordete al lado de las esbeltas aves locales.

Este fin de semana le busqué en todos los campanarios antiguos y en todas las torres de telecomunicaciones modernas con los prismáticos que le pedí a mi padre de regalo cuando era pequeño. Soplaba un viento tremendo que dificultaba mantenerlos horizontales ante mi visión. No conseguí contemplarle ni en la ventana de mi dormitorio, que siempre ofrece estampas con aves, ni en los caminos rurales.

En el tren de regreso a Barcelona, el huracán agitaba los vagones y nos obligaba a bailar claqué para mantener el equilibrio de camino al wc. En las ventanillas, los olmos viejos sujetaban sus sombreros de copa para no perderlos, las aguas de los ríos dibujaban oleajes marinos, y en las estaciones de paso la gente se agarraba a las señales ferroviarias para no caerse en el andén. En la ciudad dejé las maletas en el suelo de mi apartamento, y corrí al Turó Parc porque intuía el desastre.

En el paseo central había tres árboles caídos, arrancados de cuajo (como si a un aprendiz de peluquero se le hubiera escapado la navaja al afeitar un cuello), con estrías de madera alrededor de los troncos, y gente haciéndose fotos a caballo de esos seres vencidos, igual que si participaran en un safari absurdo después de cobrar una pieza de caza mayor. Eran plantas antiguas y no supe descifrar en los círculos de sus bases la edad que habían alcanzado antes de que las derrotara ese viento inusual. En el estanque flotaba el cadáver inmenso de otro árbol, con inscripciones de corazones e iniciales en su madera talladas a cuchillo por personas que fueron sentimentalmente activas en algún momento de sus vidas. Acaso en la adolescencia.

Ese viento del fin de semana también se llevó mi blog. He permanecido tres años entre cigüeñas esbeltas que me han cuidado sin ver que era un pelícano. Y he sido feliz entre ellas. Pero ahora es tiempo de recuperar mi viaje a África, con mi corpachón contrario a las leyes de la aerodinámica, para pescar en los puertos de Senegal con mi curioso pico. He publicado 197 entradas desde enero de 2006. Quería alcanzar la 250, pero no tengo más fuerza. Al menos ha quedado algo de mi vida en este espacio. Me visto con el uniforme verde de Parcs i Jardins y paso el candado a este Turoparc. Voy a hacerle compañía a Katrin y a Churchill (entre otros) en su limbo. Os dejo en buenas manos, porque hay mil blogs interesantes. Creo que por muchos motivos, el más parecido al mío es el de Emily. Vais a disfrutar con su universo. Entraré a espiaros de vez en cuando, silenciosamente, y os añoraré mucho.

PD: Ilse, no me ha dado tiempo para poner ese tema de Manel que te gusta tanto. Quizás en otro blog más íntimo. Pero acabo con Rufus. No protestes.

Estar bravo


Mi última pareja estable era una veterinaria venezolana. A veces me analizaba -como quien inspecciona un caballo- sentada en el sofá, mientras yo arrastraba los cascos arriba y abajo por el piso, nervioso. Hasta que levantaba la voz para sentenciar: "Hoy estás bravo".

Me gustaría tener siempre el carácter de un contable sueco. Pero a veces pierdo la paciencia (por eso tengo un juicio a finales de mes -si no actualizo el blog durante una buena temporada, significará que estoy entre rejas, disfrazado de cebra). Últimamente me costaba mucho abrir vuestros blogs, desde que habéis puesto seguidores y largas listas de redactores que han publicado últimamente. Comentaros significaba pasar entre cinco y diez minutos mirando como vuestros fans emergían lentamente, uno tras otro, sus cabecitas en mi pantalla, más lentos que las setas de otoño.

Ayer estaba bravo, tras tardar un par de horas en leer unos pocos fragmentos de vuestras vidas. El cenicero se llenó de colillas y escribí un post siendo fiero, que luego descolgué en un ataque de contable sueco. Decía así:

Me gusta mi blog. Tiene el mismo aspecto que el primer día. Fondo blanco, letra negra, cosas por contar sencillas. Y a la derecha sólo una pequeña descripción de mí. Y esos links que conducen a otros mundos que admiro. Que leo y vivo, antes de acostarme.

Me gusta mi blog. Tiene el mismo aspecto que el primer día. Fondo blanco, letra negra, cosas por contar a mi hermana que me lee discretamente. Y me descubre, poco a poco.

Me gusta mi blog. Tiene el mismo aspecto que el primer día. Fondo blanco, letra negra, cosas por contar a la gente que quiere entrar en mi pequeño mundo. Sin que contenga esas imágines de seguidores (perdonadme, pero parece una secta) que alentecen abrirlo (para los que tenemos conexión a internet y ordenador perezosos). Sin esas listas de links con fotografías y/o iconos con los blogueros que han actualizado (¿por qué no quitáis ese dibujito frente a cada post? ¿Qué aporta?), sin declaraciones en favor de la humanidad que la gente ignora porque sólo quiere leer vuestras vidas. Sin que parezca una tienda de todo a cien. Recargada. Nunca he comprendido ese seguidismo que hacemos de las modas. Uno se pone un piercing y le imitamos. Un blog cuelga su lista de fans y corremos a hacer lo mismo.

Me gusta mi blog donde sólo pongo como recurso una canción. Me gusta que mis posts duren lo mismo que un tema musical. Es el tiempo justo que quiero que dure vuestra pérdida de tiempo conmigo. Tres minutos aproximadamente. A veces lo cuadro y otras no.

Me gusta mi blog. Tiene el mismo aspecto que el primer día. Fondo blanco, letra negra, cosas por contar sencillas. Sólo palabra. Ajeno a modas. Perdonadme las críticas.

Eso colgué y descolgué ayer, cuando estaba bravo.

Hoy una contable sueca me ha comentado por teléfono que quizás el problema era mío. Que ni los seguidores, ni las listas de actualizaciones alentecen su PC. Que buscara virus en mi ordenador, concretamente uno de esos que utilizan los bandidos para hacer que tu máquina sirva para enviar spam masivo, sin saberlo tú.

Después de tres horas de rastreo, mi antivirus ha eliminado un archivo denominado "Acna.sy". Me he puesto bravo con él y le he pegado una patada que le ha mandado al fin del mundo. Y las setas de vuestros seguidores han comenzado a emerger con rapidez en los pocos blogs que he visitado. En cualquier caso, me abstendré de poner nueva decoración en mi espacio. Me gusta así este Turoparc. Fondo blanco y letra negra. Como el primer día, aunque ahora con mucha gente que es amiga, y tranquiliza mis aspavientos con su voz cálida.

PD: El juicio de finales de mes no se va a celebrar. La persona que me demandó retiró la denuncia, y ahora no sé si decir que somos amigos. Al menos nos respetamos. Pero esa es una historia que os voy a evitar.

PD2: Gracias por la canción y la calma Emily.

Fem el darrer?



Para Mònica.

La mujer de los mares del sur me prestó Las vírgenes suicidas de Jeffrey Eugenides, y lo comencé a leer en el tren de camino a la tierra de la niebla el día antes de Reyes, con un cometa para el pequeño Hayden y una caja con sacos para hacer carreras para el pequeño faraón Nil, embutidos en mi maleta de rey-tío. Me encanta ese autor, aunque sólo había leído antes Middlesex. Cuando ella me lo prestó me contó una dura coincidencia.

Me gusta como Eugenides convierte en irónico lo dantesco. Ésta es la escena de su novela, en el hospital, con el dóctor, después del primer intento de suicidio frustrado de Cecilia:

-¿Qué haces aquí guapa? Si todavía no tienes edad para saber lo mala que es la vida...
Fue entonces cuando Cecilia dijo en voz alta lo que habría podido considerarse su nota póstuma, aunque en este caso totalmente inútil puesto que seguía con vida.
-Está muy claro doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años -dijo.


Llegué a la granja de los caballos. Puse los regalos bajo el abeto de Navidad, y fui a cambiarme de ropa a mi habitación. Nunca he tenido grandes regalos por Reyes. Acaso un jersey negro de cuello alto con cremallera, que siempre me espera reposando sobre la silla de madera, para abrigarme, encima de unos jeans gastados. Me lo regaló Mònica. Era suyo, de segunda mano por tanto. Le sobraba en su baúl de vestidos bohemios, y me iba bien de talla. Lo suelo llevar por casa cuando hace frío, porque da calor y es confortable al tacto.

Esa víspera de Reyes bajé del tercer piso al comedor embutido en esa prenda. Y mis padres tardaron en decirme nada.

Mònica comenzó a rondar por casa cuando tenía seis o siete años, formando grupo con otras amigas de mi hermana que dibujaban sus sueños infantiles en la planta baja de nuestro hogar. Entonces ella ya destacaba del tumulto de crías que gritaban y soñaban y jugaban. Vivía en su mundo, tímida, introspectiva, con su melenita negra y sus ojos grandes y oscuros. Desde ese tiempo, fue la mejor amiga de la señora Hayden. Eran la noche y el día, pero estaban juntas. He hablado de ella en el blog algunas veces. Reproduzco sólo una:

Cuando era niño, recuerdo la imagen de Mònica columpiándose en el parque junto a las piscinas de la tierra de la niebla. Estaba preciosa y me hubiera gustado ser su amigo. Pero no se lo dije (no tenía edad para repartir cumplidos). Muchos años después, coincidimos en una discoteca. Me invitó a una cerveza. Quise contarle esa imagen de cuando éramos pequeños, pero me callé. Estuvimos mucho rato en silencio, bebiendo las birras a morro. Se cansó, con razón, y me dijo: "Jo sóc tímida, però tu...". Ahora, cuando veo un parque infantil pienso en ella sentada en uno de esos balancines vacíos, aunque no esté allí, en ese espacio inerte, para pedirle amistad. Para recordarle las palabras que nunca le dije.

Luego, a finales de los noventa, se enamoró del mejor tipo de la ciudad: Joan, que pone marcos a los cuadros que la gente cuelga en las paredes desnudas de la tierra de la niebla (en su tienda con mil ventanas a la calle, que nos permiten contemplarle trabajar a todas horas con su mirada clara y sus dedos de viejo artesano). Él también se enamoró de Mònica. Tuvieron una hija preciosa, que ahora ha celebrado sus siete años de princesita, y siempre (cuando coincidía con ellas por la calle principal) le hacía la broma de que le puso ese nombre en mi honor (el padre se llama como yo -pura casualidad). Mònica también levantó una empresa de software que da trabajo a varias personas. Tenía una vida perfecta.

Pero este cinco de enero le debió parecer que todo era imperfecto. Buscó un taburete o una silla o una escalera de mano, y no sé el tiempo que pasó pensando entretanto (ni siquiera si pensó en algo), los Ducados que fumó en el intervalo antes de precipitarse a ese pequeño vacío que acabaría con su vida y cambiaría la de tanta gente. Su hija no tendrá jamás nuevas noches de Reyes alegres. Y Joan nunca sabrá qué sucedió ese día, mientras acabará de pulir un marco, en el futuro.

-Está muy claro doctor, que usted nunca ha sido una mujer de cuarenta años -pensó ella, acaso.

Mònica era la mejor amiga de mi hermana. Se querían, y más ahora que compartían viajes a parajes aislados con sus hijos. Vigilaban a la pequeña Joana y a los pequeños Hayden que corrían por mil playas con sus redes de juguete. Algo salvajes.

Aunque Mònica formaba muchísima más parte de la vida de la señora Hayden que de la mía, también guardo mis recuerdos secretos con ella, con su melenita negra y sus ojos oscuros. Siempre me acordaré de esa tarde de columpios en que me gustó una niña por primera vez. Y luego esa etapa de barbacoas, cuando el señor Gris era un cachorro y nos buscábamos la mirada en las mesas, en esa timidez. Y, aunque sea secundario, jamás volverá a responder mis emails.

Hubiera deseado fumar un último pitillo con ella ese día cinco de enero de 2009. Ponerme en la cola. Preguntarle: "Fem el darrer". Me quedaron cosas por contarle, por pedirle. Pero ella ya se había marchado con su salto a ese pequeño vacío, mientras yo me despertaba sin problemas en mi apartamento de Barcelona esa mañana del cinco de enero. Sin presentir nada.

Salí a caminar esa noche en la tierra de la niebla, tras conocer su muerte. Marché por los parques del extrarradio. Pensé que era la primera vez que caminaba sin ella en este mundo. Y al día siguiente me duché sin ella en ese mundo, por primera vez. Y luego comí sin ella en este mundo, por primera vez. Y luego llegaron los Hayden para recoger los regalos de Reyes en la tierra de la niebla. Aparcaron frente a la granja de los caballos. Y los niños corrieron para encontrar el hámster Pepo. Lo tomaron en sus manitas. Lo metieron y sacaron de la jaula mil veces. Estaban alegres por disfrutar de una nueva mascota. Los adultos los mirábamos con una sonrisa obligada. Pensando que la vida se reduce a eso. A contemplar a Pepo entre los dedos de los pequeños.

Cuando regresaba en tren a Barcelona, la señora Hayden estaba en el velatorio. Sufriendo por alguien a quien quería desde siempre. Y yo leía Las vírgenes suicidas en el convoy. En la ventana nevaba. Y a muchos kilómetros a mi espalda, cada vez más lejos, el pequeño Hayden descubría que sin viento no se puede elevar un cometa, mientras el pequeño faraón Nil se precipitaba contra el suelo con su saco de patatas. Sus abuelos los cuidaban, y sus padres no sabían qué decir, qué hacer, en esa sala mortuoria. Donde Mònica era incapaz de fumar el último cigarrillo con nosotros. Columpiándose por última vez en nuestras miradas. En nuestros recuerdos.

Primer paseo del año


De noche, en la terraza se adivinaba el río; en el interior del ático se adivinaba un ángel; tras la cerca protectora del pasillo se adivinaba un perro fastidiado en su presidio por no haberse portado del todo bien; en el teléfono móvil se adivinaban conversaciones acabadas de feliz año nuevo, en la mesa se adivinaban los rastros de una tertulia discreta, con copas de vino apenas besadas. En el televisor, sin encender, se adivinaban películas antiguas en blanco y negro pendientes de contemplar. Me vestí para dormir con mi nueva camiseta negra con caracoles estampados de la tienda de The New Yorker. Un regalo para siempre, en esa primera madrugada del año a su lado. Todo acabó a oscuras tras apagar la última luz de esa noche de tránsito, con ese clic en el interruptor.

Por la mañana paseé por un paisaje nuevo, tan alejado de mis últimos primeros paseos del año. Entonces estaba solo, y ahora giraba el rostro y veía seis huellas en la arena tras las mías, en esa playa alargada y estrecha que divide el mar en dos partes. Marchaba demasiado deprisa, dejando atrás a los seres que me acompañaban. Tengo que acostumbrarme a adaptar mi paso al de los demás. A saber que no estoy solo. En los arrozales bajaron mil aves a saludarme, y se quedaron flotando en el aire. Emitiendo graznidos.

Era un lugar solitario, perfecto para encontrar a una pareja de jóvenes. Y que ella le leyera al oído una frase de Henry David Thoreau: "Si te sientes dispuesto a abandonar a tu padre y madre, hermano y hermana, esposa, hijos y amigos, y a no volver a verlos nunca; si has pagado tus deudas, hecho testamento, puesto en orden todos tus asuntos y eres un hombre libre; si es así, estás listo para una caminata".

Moltes gràcies per aquest Cap d'Any.