Mirón


Nunca he sido madrugador, si no es por necesidad. Pero estos días de descanso en la tierra de la niebla el despertador sonaba cada mañana antes del cocoricó del gallo vecino y del clac-clac de los picos de las cigüeñas (de tertulia en la torre de telecomunicaciones).

Nunca he sido de ducha diaria, si no es por necesidad, y mucho menos de afeitarme frecuentemente. Pero estos días de descanso en la tierra de la niebla corría cada mañana el agua fresca a presión sobre mi cuerpo desocupando las nubes de jabón de mis rincones, y me daba unas buenas bofetadas con la loción after-shave reparadora tras el paso de las cuchillas de acero por mi mandíbula. Incluso me atreví a probar ese nuevo invento al que denominan desodorante. Refresca.

Nunca he sido elegante, si no es por necesidad. Pero estos días de descanso en la tierra de la niebla me pasaba un buen rato sacando y devolviendo polos del armario, como un adolescente enamorado de su profesora de latín. Dándome la vuelta frente al espejo de cuerpo entero, en busca de unos jeans que se ajustaran a mi piel.

Salía de la granja de los caballos, puntualmente a las once de la mañana, perfumando com mi sobredosis de colonia 1881 de Cerruti los manzanos, los patios vecinos, los perros guardianes, los parterres con amapolas, las pastas para el desayuno dispuestas en las mesas familiares, las golondrinas en vuelo rasante. Iba camino al club de tenis local, donde se celebraba un campeonato internacional femenino.

Sesenta y cuatro tenistas veinteañeras caminaban pensativas -con rostros severos- bajo los árboles frescos de las instalaciones deportivas, con sus bolsas cargadas de raquetas, sus sueños en busca de los puntos suficientes para mejorar su ránking en la clasificación de la ITF-WTA, sus shorts claros coronando esas piernas eternas, sus coletas de princesa diciendo que no sobre esos hombros rectos. Venían de todo el mundo: Estados Unidos, Eslovaquia, Noruega, para obsequiar mi mirada de mirón.

El primer día me senté en una silla blanca de plástico para ver los partidos de la suiza Sarah Moundir contra la rusa Leeza Nemchinov en la pista dos, y de Carmen López-Rueda contra Mireia Recasens en la uno. Volaban los drive con contundencia y regresaban pelotas liftadas o cortadas. No había jueces de silla en las primeras rondas, a pesar de que se disputaran 10.000 dólares en premios. Me gustó que confiaran en su buena voluntad a la hora de decidir si la pelota había entrado o era out. Y me sorprendió lo bien que jugaban, a pesar de que las cabezas de serie eran Sabrina Capannolo (USA), la 1.046 del mundo, y Rocío López-Alberca (ESP), la 1.067. Las instalaciones de ese campeonato están comprimidas entre campos de manzanos y almacenes de fruta. La rusa Nemchinov estaba a punto de sacar para ganar su juego cuando un tractor tuvo la ocurrencia de fumigar una hilera de manzanos con sulfato de cobre contra el gorgojo. Las tenistas corrieron para alejarse de la nube radioactiva. Despejaron las cinco pistas del torneo entre exclamaciones de protesta pronunciadas en distintos idiomas. Y yo me quedé en mi silla de plástico, protegido por mi gorrita de béisbol (con publicidad de tractores), huérfano de ellas. Los torneos internacionales de tenis femenino en la tierra de la niebla tienen esas particularidades.

Nunca había ido con el pequeño Hayden a las piscinas municipales. Pero estos días de descanso en la tierra de la niebla me esperaba en la puerta de la granja de los caballos por las tardes con su mochila con una botella de agua y una bolsa de palomitas, su bañador rojo y su desesperación para que bajara deprisa de mi habitación.

No había nadie allí, más que nosotros, el vigilante de las instalaciones acuáticas y el cobrador de la entrada. Era la primera vez que estábamos solos -él y yo- frente al agua prisionera tras las baldosas blancas. Eso significaba que sus padres le consideraban lo suficientemente fuerte como para remolcarme hasta la orilla con sus bracitos de seis años por si yo, que tengo vocación de ahogarme, me ahogaba.

Pusimos nuestros pies en el agua azul y quieta a dúo, sentados en el bordillo de la piscina, (los cipreses reflejaban su sombra en ella), y la consideramos demasiado fría. Nos tumbamos en nuestras toallas de Mickey Mouse con tristeza, porque nos apetecía un chapuzón. "Tinc una idea". "Quina tio?". "Vine". Abrí el grifo de la ducha pública, y le conté que si aguantábamos ese frescor podríamos saltar a la piscina haciendo la bomba. Mi pecho tembló de frío y mi espalda se estremeció bajo el chorro congelado. Pero el niño se acercó a mi cuerpo, y aguantó que su cabello dorado se apagara bajo esa fuente. Emprendimos la carrera. Bombaaa.

Era la primera vez que estábamos solos en el agua. Le ayudé a ponerse sobre mis manos y saltar de espaldas para romper la calma del cristal líquido, haciendo el gamberro. Chapoteamos nadando en estilo braza hasta la orilla, en ese silencio. Le mostré el rincón donde había aprendido a nadar a su edad. "Oh, tio, jo també vull fer aquest curset de natació". "Ja en saps de nedar, home". "No en sé prou, vull fer aquest curset". "Dis-li a la mare".

Sin mis gafas no veo nada, pero me pareció vislumbrar la silueta de Leeza Nemchinov que acababa de entrar en el recinto. Le pregunté al pequeño Hayden si la chica que caminaba sensualmente por el borde de la piscina, a cámara lenta, con su bolsa repleta de raquetas y su coleta rubia, tenía pinta de deportista. "No ho sé tio, fem la bomba una altra vegada?". Salimos del agua. Tomamos carrerilla y saltamos como locos en ese verano que se irá alejando lentamente de nuestra memoria. Bombaaa. Creo que salpicamos a la pobre tenista.

Pequeña despedida


Después de las fiestas de Gràcia tengo la sana costumbre de marcharme unos días a la tierra de la niebla para olvidarme de los tumultos humanos. No soy un ser gregario, pero tampoco me gusta vivir aislado. Así que asistí al concierto de Plouen Catximbes com mi camiseta de rayas marineras y mi polo rosa de Lacoste anudado al cuello ("ves en compte que no acabis amb una catximba al cap", me avisó Emily -es graciosa cuando baja el viento del norte por el Ebro). Después de cada tema elevaba al cielo mi mechero encendido, mientras todos los adolescentes de Barcelona concursaban para ver quién me pisaba más duro. Me gustaron los Plouen Catximbes. Hacen un pop-rock que en algunos temas me recuerdan a los Vampire Weekend, en versión de Manresa. Muy guitarreros. Su líder es Albert Palomar, un tipo siamés físicamente -incluso en la manera de moverse y hablar- a Miqui Puig, aunque con menos tablas.

Después de las fiestas de Gràcia tengo la sana costumbre de marcharme unos días a la tierra de la niebla para olvidarme de los tumultos humanos. No soy un ser gregario, pero tampoco me gusta vivir aislado. Así que paseando de un escenario a otro, me crucé con cuatro chicas adolescentes que bajaban a toda pastilla por la calle Joan Blanques. Cantaban a capella y entrechocaban las manos sonoramente tras las estrofas de esa canción africana. Tenían voces de ángel (supuse que venían de actuar en alguna tarima). Frené mis pasos y decidí seguirlas a distancia, en plan viejo verde. Cuando aflojaban la marcha, me detenía a mirar un escaparate, silbando. Escuchar sus voces me hacía disfrutar de la vida en ese momento. Me aproveché de su espontaneidad. Decidí perderlas de vista cuando sus voces se acallaron bajo el estruendo de una orquesta aficionada en una calle estrecha cerca del mercado.

Después de las fiestas de Gràcia tengo la sana costumbre de marcharme unos días a la tierra de la niebla para olvidarme de los tumultos humanos. No soy un ser gregario, pero tampoco me gusta vivir aislado. Esta noche he asistido a un monólogo de Carles Flavià en la plaza Rovira i Trias. Eran los chistes de siempre: un poco de machismo, un poco de humor negro hablando de los cadáveres ajenos (qué mal esa historia de los jubilados franceses que murieron en el estanque de Banyoles)... En un banco cercano dormía una familia al completo. El padre acunaba sobre su panzota a dos niñas preciosas, y las elevaba y las bajaba con su respiración abdominal. La madre estaba tranquila en la otra esquina del asiento, soñando un sueño que me gustaría conocer. Cuando el público aplaudió el final de la actuación, el hombre elevó ligeramente un párpado tras sus gafas. Y bajó la persiana de nuevo.

Después de las fiestas de Gràcia tengo la sana costumbre de marcharme unos días a la tierra de la niebla para olvidarme de los tumultos humanos. Nos leemos al regreso.

Harén Fútbol Club 6 (Náufragos)


A principios de verano convencí a tía Patricia para que me prestara su finca lejana durante el mes de agosto. La llaman así porque el núcleo habitado más cercano está a casi veinte kilómetros de distancia. En las zonas no cultivables viven tejones nocturnos, serpientes que se enroscan al sol sobre las rocas a mediodía y pájaros carpinteros que arman jarana en los troncos de los nogales. Su paisaje es ideal para llevar a cabo una concentración deportiva. Si miras a la derecha ves una inmensidad de campos de alfalfa hasta alcanzar el horizonte. Y si miras a la izquierda, te encuentras con lo mismo.

En la finca hay una masía que parece deshabitada. El techo se mantiene firme en muchas partes de la construcción, y en los días de lluvia apenas se forman goteras. No hay agua corriente, pero el canal pasa a escasos metros de la vivienda. Ni teléfono fijo, y dudo que exista cobertura para los móviles. La casa carece de luz artificial (existe un generador de electricidad Berlan con motor de gasolina, para urgencias), aunque no se echa de menos si te acuestas cuando se pone el sol. Así nos ahorramos ver la tele o escuchar discos de vinilo en la gramola. Aunque quedamos con Atikus que llevaría su guitarra a la concentración, y yo mi banjo para amenizar las veladas con sesiones country.

Me pareció que era el lugar ideal para comenzar los entrenamientos del equipo de fútbol. Así que durante el mes de julio, dos trabajadores de tía Patricia me ayudaron a reparar los desperfectos de la masía. La cocina de leña vuelve a funcionar; la puerta de la despensa cierra de forma hermética, para evitar que los malditos roedores devoren los paquetes de arroz y pasta; los veintitrés colchones de heno fresco de las jugadoras están alineados en cinco habitaciones (Atikus y yo disponemos de dormitorios individuales). Incluso construimos cuatro duchas exteriores con chamiza para proteger a las futbolistas de miradas indeseables, y un moderno sistema para refrescarse que consiste en tirar de una cuerda y que un cubo de agua fría del canal elimine el sofoco del cuerpo.

Finalmente aplanamos un campo de cereales en desuso con la motoniveladora Caterpillar, y marcamos las líneas de un terreno de fútbol pequeño de 45 por 90 metros. Todo estaba a punto a mediados de julio con casi veinte jornadas de adelanto respecto a la fecha prevista para la concentración. Le pedí a Atikus que viniera dos días antes del cuatro de agosto. Me interesaba conocer su impresión sobre las instalaciones deportivas, unificar criterios a la hora de entrenar, marcar ciclos para aumentar la carga de esfuerzo...

Apareció en la estación de tren con poco equipaje (incluida la guitarra), como exige la austeridad masculina. Y pedimos un taxi para que recorriera los veinte kilómetros hasta la finca lejana. Vimos alejarse al vehículo de alquiler entre la alfalfa quemada por el sol de agosto, y nos quedamos aislados del mundo. No importaba: el día cuatro aparecerían las veintitrés jugadoras montadas en mil coches distintos para acercarnos a la ciudad si nos apetecía. Atikus (que tiene esa expresión de hombre justo de Gregory Peck en Matar a un ruiseñor) dijo que no estaba completamente seguro (dijo "completamente seguro", para no ofenderme) de que un grupo de mujeres jóvenes y llenas de vida fueran felices allí. Claro que todavía no le había mostrado el camino a la fuente del tordo. Esa fuente es preciosa. Mucho mejor que una discoteca de la costa.

El lunes, cuatro de agosto, era el gran día. Me senté con el segundo entrenador en la cuneta de la carretera local esperando la caravana de vehículos procedente de distintos puntos geográficos. Vendrían montadas en opels rojos, en renaults plateados, en smarts oscuros... Morenas, con cuerpos aceptablemente moldeados, con piernas no tan alejadas a las de una futbolista, con ganas de aprender. Nuestra nueva pequeña mascota Bruc (un teckel enano pero inteligente) aparecería en la furgoneta de su dueña con gafas de sol y un foulard pijo en su cuello, en plan Snoopy. El sol era duro y se escuchaban las cigarras refugiadas en la alfalfa. En toda la tarde sólo pasó una furgoneta cargada de temporeros desilusionados, y la moto Vespino de un regante. Atikus anunció que, en breve, aparecería una avioneta fumigadora para atacarnos en esa carretera polvorienta.

Se hizo de noche y estábamos solos. No era lo previsto. Con dos semanas de antelación, mandé a todo el equipo de futbolistas un email con instrucciones minuciosamente detalladas para llegar al stage: "Toma la carretera a la tierra de la niebla, y recorre unos centenares de kilómetros (en función de dónde vengas), después desvíate a la derecha cuando hayas dejado atrás ese internado privado femenino de monjas. Sigue el camino junto al canal hasta que los frutales desaparezcan para dar lugar a los campos de gramíneas. Entonces busca una masía que parece abandonada, y reduce la marcha. Estaremos en la cuneta esperándote". Así de claro.

5 de agosto.

Seguía sin venir nadie. Atikus y yo salimos a correr un rato por la mañana, hablando de los pájaros que veíamos. No encontraba el equivalente en castellano, así que el segundo entrenador comenzó a aprender catalán a base de aves. Después nos sentamos en el comedor y dibujamos en un cuaderno estrategias de ataque y defensa para el equipo. El intercambio de funciones entre extremos y laterales será importante en el HFC. Comimos arroz blanco con salsa de tomate y un huevo frito (en el corral hay siete gallinas ponedoras) coronando la montaña. Después de la siesta, nos sentamos un rato en la cuneta, esperando. Yo fumaba, y él arrancaba espigas para enviar flechas contra nadie. No apareció ni el diablo.

6 de agosto.

Nos picaba la barba después de varios días sin afeitarnos. El sol nos estaba convirtiendo en ciudadanos del tercer mundo. La anécdota del día era que vimos salir de su madriguera a una liebre. Levantó sus orejas al vislumbrarnos contra el astro, y se escapó meciendo los tallos de alfalfa a su carrera. Seguimos practicando footing en el campo y trazando jugadas ensayadas en la casa. Y por la tarde regresamos a fumar y a lanzar espigas contra el asfalto de la carretera fantasma. Atikus llevaba peliculas en CD para los ratos libres, que se quedaron en las fundas, porque ni teníamos reproductor de films, ni disponíamos de electricidad.

8 de agosto.

Dos días sin noticias del mundo exterior (el último mamífero vivo que contemplamos fue la liebre). A media mañana pasó un avión muy alto en el cielo. Corrimos por un sendero de tierra agitando las camisetas en nuestras manos, sin posibilidad de obtener respuesta de ellos. Ni siquiera nos regalaron un toque de bocina. Hacía dos días que no regresábamos a la carretera en espera de los bólidos de las jugadoras. Atikus seguía suficientemente cuerdo. Me obligaba a pasar por la ducha cada mañana y tirar del cubo con agua congelada del canal sobre mí. Por la noche sacó una botella de whisky. La había traído a escondidas, porque sabía que sólo estaba permitida el agua y la leche en la concentración. Tomó dos vasos de la repisa y me sirvió un trago, dándome una palmada en la espalda. De ánimo.

10 de agosto.

Teníamos provisiones para tiempo. Pero el arroz blanco y los macarrones con salsa de tomate habían agotado nuestro entusiasmo inicial. Escuchamos un motor lejano en la carretera. Tras correr hacia él, con nuestras barbitas de chivo y las ropas de deporte que se fueron ajando hasta hacernos parecer náufragos, detuvimos con las astas de nuestros brazos una furgoneta de temporeros extranjeros que no nos entendían. Interpretamos que ellos buscaban una finca perdida, y nosotros intentamos suplicarles que nos acercaran a la ciudad lejana. Ante la imposibilidad de comunicación, arrancaron de nuevo el motor y nos dejaron solos en esa llanura que aparecía en su retrovisor.

11 de agosto.

Últimamente hablábamos poco Atikus y yo. Creo que ésta no era el tipo de experiencia que esperaba encontrar en su desplazamiento desde Madrid. Yo tampoco. Al menos conseguí sacarle a pasear a media mañana. Las mariposas intentaban posarse en nuestras barbas de náufrago, pero las espantábamos con el revés de nuestras manos. Le pregunté si le había gustado el trayecto hasta la fuente del tordo. Entonces me fijé en sus piernas. Le comenté que las tiene bonitas. Era una frase sin mala intención. Por la noche escuché arrastrar el antiguo armario de casada de tía Patricia en su dormitorio. Creo que atrancó su puerta.

12 de agosto.

Atikus sigue encerrado, y nadie aparece por la carretera. Intentaré arrancar el motor de la motoniveladora Caterpillar. Es lenta, pero en unas horas me acercará a la ciudad, y podré enviar nuevos emails a las jugadoras. Les hablaré de las comodidades de nuestras instalaciones, del campo de juego coqueto. Seguro que mañana mismo comienzan a llegar una tras otra. Recordad, pasado el colegio de monjas seguís el canal. No tiene perdida. Estamos ahí, como náufragos. Un poco enloquecidos, acaso.

Marnie


Todos tenemos (o hemos tenido en el pasado) amistades peligrosas. Hace años conocía a un tipo que podía suministrarte lo que quisieras (sin preguntar el origen) aunque no te hiciera falta. Un tipo espabilado. En esa época él era el rey de la noche y me venía bien ante las chicas que me chocara la mano de esa manera extraña. Me hacía sentir cool, pero no éramos más que dos pelagatos.

Luego conocí a A. Pensé que era la ladrona que me había vaciado el piso. Siempre mostraba una mirada perdida y azul como la de la protagonista de Marnie (1964) de Alfred Hitchcock. Su pasado había sido complicado como el de la protagonista de Marnie. Tenía copia de mis llaves, y la cerradura no había sido forzada. Pero no le conté mis sospechas a la policía porque, en el fondo, Marnie me gustaba. Leí mil libros sobre cleptomanía en la biblioteca de la Facultat de Psicologia para intentar ayudarla. Obviamente no se dejó, porque ni era cleptómana, ni había asaltado mi vivienda (eran simples ensoñaciones mías). Y cuando, pasado el tiempo, le he ido recordando la historia, siempre acaba asegurando que tengo una imaginación enfermiza.

Después apareció M. Ladrona, secuestradora, pasante de joyas robadas. Una perla de ojos grises y cabello corto y canoso, recién salida de la cárcel a sus sesenta y cinco años. Me narró historias increíbles, mientras me preparaba croquetas caseras (siempre le hacía probar una, por si las moscas). Nunca acabamos de ser amigos de verdad, porque su desconfianza disparaba la mía.

No había tenido nuevas amistades peligrosas, hasta que la mujer elegante me presentó a una conocida suya en un encuentro imprevisto. Ayer coincidí de nuevo con ella, por casualidad, en unos almacenes. Tenía la mirada perdida y azul de la protagonista de Marnie. Nos saludamos de manera algo impersonal, mientras manteníamos una distancia prudente entre nosotros. Pero me preguntó si podía acompañarla a la tercera planta, sección de calzado. El día que explicaron el significado de la palabra NO en la escuela, estaba en la cama con sarampión. Se probó unas sandalias italianas estupendas que costaban ciento veinte euros. Caminó con ellas entre las estanterías. Le sentaban bien. De repente, puso discretamente sus zapatos usados en mi bolsa de plástico con el cartón de tabaco que acababa de comprar. "Tu no diguis res". Estaba dispuesta a robar las sandalias. Me pidió que saliera del establecimiento mostrando naturalidad, y la esperara frente al Museu Marés. Se alejó lentamente de mí, y de las dependientas, haciéndose la distraída mientras parecía buscar algún producto que le gustara. La perdí de vista. Seguí sus instrucciones, y salí sin problemas con su calzado viejo perfumando mi West light. La esperé un buen rato fumando nervioso frente al patio del museo, hasta que apareció con su mirada de Marnie y una sonrisa enorme en el rostro. Daba pasitos de baile con su nuevo calzado caro, cuyo precio había conseguido rebajar hasta cero.

-I si haguessin pitat?
-Hauria improvisat alguna història complicada. Com més complicada millor.


Ese tipo de personas siempre me ha magnetizado. Las observo con expresión seria, y escucho sus estrategias, sus cuentos que te engañan como a un chino. Siento envidia de no ser como ellas. Salvaje. Tomamos un par de cervezas en una terraza agradable para celebrar el éxito. Cuando yo iba a pagar la cuenta, me dijo que guardara el dinero. "Convido jo", y me arrastró de la camiseta, exigiéndome que caminara despacio hacia la salida, sin llamar la atención de los camareros. Cervezas gratis en Barcelona.

Estaba contenta por las sandalias italianas, y porque le habían ingresado la devolución de la Renta. Me invitó a cenar comida libanesa. Entre tabulés y arais, Marnie me contó su vida, su pánico al color rojo, su repulsión ante el contacto físico. Me habló de su caballo Forio. Creí sólo lo que pensé que debía creer (no soy tan simple como parezco). Esta vez, y por primera vez en toda la tarde-noche, estaba dispuesta a pagar. Pero el torpe camarero árabe tardaba en traer la cuenta. "Fem un sinpa (sin pagar)?", me preguntó. "Un altre?". "No ho trobes emocionant?". "Et dic la veritat?". "No cal, ja la sé". Nos levantamos de la mesa de manera decidida, y caminamos aparentando estar relajados por el boulevard fresco, esperando que nos detuviera una mano en el hombro. No llegaba, pero yo la presentía, en cualquier momento, posada en mi espalda. Una mano grande, enorme, de gigante beduino. Me dijo: "Ho estàs fent bé, sembles tranquil, ara no caiguis rodó que ja falta poc per desaparèixer de la seva vista".

Al doblar la esquina, sentí que necesitaba un trago de algo fuerte. Estaba a punto de comentárselo a Marnie, pero me contuve a tiempo. Demasiados sinpas para una sola jornada.