Paraguas sudamericanos


Este miércoles llovía en Barcelona, tras la ventana de doble cristal. A media tarde me llegó un encargo extraño de un cliente a quien no puedo decir que no: corregir urgentemente un texto en el portugués que hablan en Brasil.

Hace años que conozco a Thaïs. A esas horas ella suele estar en la Universidad de Bauru. Pero le envié un email. Al cabo de poco tiempo tenía la primera versión del texto corregido en mi ordenador. Se esforzó para que quedara bien, y me mandó varios correos para proponerme variaciones, sin pedir compensaciones a cambio. Me protegió con su paraguas brasileño y quedé bien con ese cliente a quien no puedo decir que no, porque me da mucho trabajo.

Salí a comprar la cena. En la calle del Cigne me detuvo un tipo con la barba blanca recortada, hablándome en inglés. Normalmente no me detengo y digo que voy apurado de tiempo. Pero tenía cara de turista. Pensé que me preguntaría por una dirección y eso es fácil de dialogar con señas. Cuando vio que el inglés no era lo mío, se expresó en una mezcla de portugués y español. Era el típico discurso que acabaría en "dame algo de dinero", bajo mi paraguas que nos protegía de la lluvia: "No tengo trabalho, ni un lugar para dormir, ni conhecidos... Soy analista informático". Nunca doy nada, ni tabaco, ni dinero. Pero era de Brasil, de la patria de Thaïs. Le ofrecí dos euros y se marchó satisfecho empapándose de lluvia.

Al regresar a casa, no guardé el paraguas. Tenía goteras en el cuarto de baño, como hace tiempo que sucede. Llamé al timbre del piso de arriba y sus inquilinas bajaron conmigo para ver la catástrofe, como siempre. Las dos hermanas colombianas (que parecen nórdicas, con sus cabellos oxigenados y sus cutis decorados para no aparentar los sesenta años) se resguardaron de la lluvia interior bajo mi paraguas, tomándome del brazo, y exclamando un gran ohhhh ante el espectáculo, como si estuvieran en el cine viendo Niagara de Henry Hathaway. Su seguro lo cubrirá todo, afirmaron otra vez, después de coserme a preguntas (de nuevo) del tipo: dónde está tu novia venezolana, qué pasó con el señor Gris que ya no le escuchamos ladrar, cuánto pagas de alquiler...

Antes de acostarme, entré en el messenger. Estaba Thaïs. Le di de nuevo las gracias, y le conté que había escuchado a una cantante brasileña que me había gustado: Maria Rita. Me dijo que la buena era su madre, aunque no recordaba el nombre. Despertó a su pobre padre Alexandre de la siesta para preguntárselo. La respuesta era Elis Regina.

Thaïs sabe que la quiero mucho, y no sólo por esa traducción.

Ferias


Eran las fiestas de la tierra de la niebla. El viento que siempre se levanta por estas fechas, invariablemente, me traía hasta la ventana de mi habitación en la granja de los caballos el murmullo del carrusel de atraccciones de la feria en las afueras. Antes, cuando era adolescente, ese ruido alegre me hacía calzar mis zapatos de caminar y buscar la chaqueta adecuada de entretiempo para ir a disparar a las bolas con las escopetas mal calibradas, a montarme en los autoslocos con la chica de L'Alliance Française (con esa canción italiana en los altavoces, de fondo romántico), a hacer crujir una tira de coco fresco entre las mandíbulas.

Mientras recordaba esas sensaciones apagadas, el pequeño Hayden -que es un gamberro- se coló sin pedir permiso en mi dormitorio de la tercera planta, y armó un escándalo exigiéndome que le llevara a buscar caracoles en el campo. Apagó así mis carruseles pasados. Miró cómo me calzaba, y me apuró para que sacara del armario la chaqueta adecuada.

Quiero a esa personita que proyecta su pequeña sombra junto a la mía en los caminos secos de tierra, donde los coches acelerados levantan porquería mientras le grito: "Tanca els ulls, que ens entrarà pols". Le quiero cuando viene corriendo: "Mira tio, n'he trobat un. És gran, oi?". A veces disimulo, y dejo junto a mi mano, entre la hierba, un caracol enorme; hasta que lo descubre y exclama: "Tio, tio, n'hi ha un aquí. No l'havies vist tonto!". Se ríe con ganas.

En el paseo me preguntó si tengo novia. Los niños a veces te sorprenden con temas extraños. Como cuando me cuestionó si los caracoles bebé salen de las vulvas de sus madres. Sé que es mejor contestar algo para salir del paso y cambiar de tema.

-No, no tinc nòvia. En tenia una, però se'n va anar a viure molt lluny.
-Ohhhh, on?
-A una illa amb caimans.
-I se la van menjar?
-No home, els va curar. És veterinària. Estaven malalts i ella els va posar injecccions. I ara vigila que estiguin bé.
-I tornarà?
-Crec que no. Vols que es morin els caimans?
-No tio.


Pretendí hacerle ver que el pasado es pasado, aunque yo buscara la imagen del señor Gris a nuestra espalda, entre los campos de cebada. Brincando en ellos. Ladrando porque no le hacíamos caso. Miré esos cúmulos redondos en el firmamento, donde sé que duerme.

Por la noche salí a pasear por la feria en solitario. Olía a fritanga. En los autoslocos dos chicas magrebís chocaban contentas con los velos puestos. Me pareció una foto para tomar. No estaba mi compañera de pupitre en L'Alliance Française. Me crucé con viejos rostros que renacían del pasado, a los que no sabía poner nombres en mi olvido. Disparé en una barraca con la intención de ganar un peluche feo para el pequeño faraón, sin conseguirlo. Le eché la culpa a que las carabinas de perdigones siguen estando mal calibradas. Me llené los zapatos de polvo.

Regresé a Barcelona en el tren de las cuatro de la tarde. Es un interurbano lento. Muchas mujeres andan con la cesta de las gallinas escondidas bajo el asiento, mientras los hombres estamos atentos con nuestras escopetas de feria para disparar desde las ventanas contra los aborígenes que nos atacan a menudo en las montañas del centro, como en Dead man. Por suerte no lo hicieron esta vez. En Barcelona, nuestro viejo tren de carbón se detuvo junto al moderno AVE, con su hocico pasado por el quirófano de la cirugía plástica. Lo observé un buen rato. Un día me subiré en él para ir a pasar consulta con la psicóloga Ilse. En Madrid.

Me monté en el metro junto a un hombre muy anciano: pantalón y chaqueta beige, gorra de béisbol y zapatos oscuros. Tenía una apariencia digna, a pesar de las manchas en su ropa. Arrastraba dos carritos con cajas de cartón de Atrian Bakers repletas de mil historias, que depositó en un lugar donde no molestaran a nadie. Seguramente no pagaba el viaje. Sacó una novelita de cowboys del bolsillo, y la mitad de unas gafas rotas. Acercó el libro a un palmo de su mirada e intercaló el cristal, sin importarle si alguien le observaba. Tenía el cabello cano y seguramente fue guapo hace mucho tiempo. Quizás en la ventana de su memoria recordaba el murmullo del carrusel de atraccciones de una feria en las afueras. Cuando ese ruido alegre le hacía calzar sus zapatos de caminar y buscar la chaqueta adecuada de entretiempo para ir a disparar a las bolas con las escopetas mal calibradas, a montarse en los autoslocos con una chica de L'Alliance Française (con una canción italiana en los altavoces, de fondo romántico), a hacer crujir una tira de coco fresco entre las mandíbulas.

Pronto morirá.

Le miré, y su recuerdo me acompañó a casa. Deposité las bolsas de viaje en el suelo y prendí el ordenador, como hago siempre. Tenía una ecografía del interior de la chica de los ricitos (nunca la había visto tan a fondo) en la bandeja de entrada de hotmail. Su hija parece un poco marciana. En esa etapa fetal cuesta tener atractivo pero, con un poco de suerte, saldrá a su madre y los chicos se pelearán por pasearla en un autoloco de una feria.

Pronto vivirá.

Los salvadores

El lunes pasado me senté frente al televisor con mi camiseta de la selección española de fútbol, la foto del Monarca en la mesita y una tapa de paella.

Pensé que asistiría a un combate de boxeo, pero el debate entre Zapatero y Rajoy no pasó de parecer un espacio de televenta en la madrugada.

Los dos quieren salvarme del cambio climático, de la crisis económica, del caos de la inmigración, me van a devolver no sé cuántos euros del IRPF, me van a dar un cheque bebé (y eso que carezco de descendencia reconocida), me van a traer agua a Murcia por trasvase o desaladoras (y eso que vivo en Barcelona)...

Iluminado por la luz láctea de la pantalla, que me adormecía, recordé un viejo chiste de Eugenio:

Lo saben aquel que dice que es un tío que iba por el campo cazando mariposas. En eso que persiguiendo una papallona, el tío tiene la mala fortuna de caer en un precipio de mil quinientos metros de profundidad.

El tio cau. Pero a los veinte metros de descenso tiene la fortuna de agarrarse a una rama, se coge fuertemente en ella y empieza a chillar desesperadamente: "¿Hay alguien?". Y se oye el eco que diu: "Alguien, alguien, alguien...".

El tío: "¿Hay alguien?".

El eco: "Alguien, alguien, alguien..."

Por tercera vez, angustiosamente, diu: "¿Hay alguien?".

Se oye una voz profunda, penetrante, con personalidad, que diu: "Sí hijo mío, está Dios. Sigue mis instrucciones sin miedo. Suelta tus manos, déjate caer al vacío, que antes de que tu cuerpo se estrelle contra el suelo, mandaré cuarenta mil ángeles mayores, al mando de mi bien amado Arcangel San Gabriel, que batiendo sus potentes alas vencerán la ley de la gravedad, y succionando el aire te remontarán otra vez hasta el punto de partida".

Diu: "Vale, gracias, pero... ¿hay alguien más?"

Cuelgo un par de clips de la RAI y TV3. Quizás os ayuden a elegir una papeleta de la mesa electoral el próximo domingo. Pensad también en esa niña que igual nace ese día, en el país que encontrará, en que debe tener unos padres con trabajo y acceso a una buena educación. Buenas noches... Y buena suerte.



Tocar la gaita


En 1828, Josep Vidal era un hornero enfermizo de la villa de Gràcia, devoto de un santo llamado Medir. Le prometió que, si sanaba de sus dolencias, cada tres de marzo acudiría a la ermita erigida en su honor en la sierra de Collserola a lomos de un caballo y tocando una gaita por las calles de la población, para anunciar el cumplimiento de su promesa a los conciudadanos.

¿Qué culpa tendrían ellos de que sanara -en esa época en que había que encomendarse al santo porque no existía la Seguridad Social-, y qué culpa tengo yo ciento ochenta años después? Esta mañana a las nueve, me han despertado los tambores y las fanfarrias de trompetas y los cascos de los caballos contra el asfalto y los motores de los camiones y el grito de arre de los conductores de carromatos y los silbatos de la policía municipal ordenando el desfile y los gritos de los niños exigiendo caramelos que lanzaban los protagonistas de ese carrusel.

En 1830, Josep Vidal salió a tocar la gaita a lomos de un caballo para celebrar que se había curado. Quizás no fue consciente en ese momento de que la gente se lo cree todo y que acaba imitando cualquier acto, por estrambótico que parezca. Ahora hay decenas de Colles de Sant Medir con sus jinetes pijos de ambos sexos a lomos de caballos que no saben conducir enarbolando pabellones de terciopelo, con su eterna costumbre (de los que van sobrados) de lanzar limosnas a los pobres en forma de caramelos. Con sus ganas de llamar la atención. Sé que alguna gente del barrio se va a enfadar, pero es lo que pienso de esa celebración.

Siempre me ha asombrado lo ruidosos que somos los humanos de esta parte del mundo en los festejos y en el día a día. Quizás por eso me sorprendió una fiesta multitudinaria junto al Rin a su paso por Basilea. Se escuchaba nítidamente el crepitar de las brasas que asaban pescado, con las conversaciones en voz baja de fondo. En ese casi silencio. Me agradó la limpieza de las calles, los coches que circulaban a escasa velocidad, los ciudadanos que saltaban de puntillas de adoquín en adoquín, los preciosos escaparates de las chocolaterías de esa localidad suiza.

Me gustaría ser un inmigrante en esas calles de Basilea, algún día. De momento vivo entre el ruido y la furia. Al anochecer he quedado con los Hayden en un rincón del barrio. Ellos son salvajes e incivilizados y (¡cómo no!) les encanta la fiesta de ese gaitero. Luchan por caramelos, bailan al son de las comparsas, se ríen entre la gente. Incluso hablan con desconocidos.

Ha sido imposible encontrales. Debía centrar mi mirada en no pisar las manos de las señoras mayores que recogían vorazmente caramelos de la acera y bajo los coches -empujando a los niños-, en no ensuciarme con los excrementos de los caballos, en que no me embistiera un cuadrúpedo descontrolado, en lugar de buscar la testa pelirroja del sargento sobresaliendo por encima de la multitud.

De regreso a casa, he pensado en lo mal que lo pasarían ellos en Basilea.

PD: Alatrencada ha vuelto a publicar después de unos meses extraviada. También habla del ruido, pero ella tiene más gracia.

Caracoles

Cuando tenía nueve años sufrí una apendicitis perforada. En el postoperatorio compartí habitación con un señor con bigote que parecía muy mayor, aunque recuperando su imagen en pijama de mi memoria no debía tener más de veinticinco años. Las jornadas eran largas y aburridas, y él me ayudaba a superarlas contándome que tenía el proyecto de montar una granja de caracoles. Le cosí a preguntas con mi curiosidad infantil.

Sabía de caracoles porque acompañaba a menudo a tía Patricia a buscarlos entre las matas de la finca lejana, tras la lluvia. Pero me asombraba que se pudieran criar en jaulas. Me recuperé de la enfermedad, y me alejé del hospital de la tierra de la niebla girando el cuello para contemplar la mirada triste del granjero de gasterópodos que se quedó allí, abandonado entre sus sueños. Siempre me he preguntado si seguirá vivo, si realizó su proyecto.

Años después, compartí piso en la ciudad universitaria con el hombre que cuida animales. Entonces él ya era un tipo emprendedor. Le hablé del tema de la helicicultura, e incluso nos compramos un libro a medias: Los caracoles, cría moderna y rentable de Patrick Mioulane. Pero aquellos sueños no acabaron en nada, porque tras finalizar las carreras nos distanciamos. Él levantó una granja de vacas, y yo fundé una revista para estudiantes de secundaria.

A finales del milenio pasado me enamoré de una veterinaria venezolana. Se llama Ana. Enamorarte de una veterinaria implica que tu domicilio, aunque sólo tenga veinte metros cuadrados, se va a convertir en un albergue animal. Por poner un ejemplo: una tarde me acompañó a la oficina de Correos de Pla del Palau. En Via Laietana encontró un pichón enfermo en la acera. Lo cogió, abrió mi mochila, extrajo mis cartas -"llévalas en la mano", me ordenó- y puso el bicho moribundo allí, a mi espalda. En casa, lo cuidó como si fuera su hijo y le salvó la vida, hasta que se alejó volando desde nuestro balcón.

Cuando viajó a la tierra de la niebla y la arrastré a recoger caracoles, los tomó en sus manos y le parecieron tan bonitos, tan indefensos, que los escondió para llevarlos a Barcelona, en lugar de entregarlos a las brasas de la señora Sofía. Leyó el libro de la cría de caracoles de Patrick Mioulane, y construyó una jaula con la base de una jardinera, unos palos de madera recogidos de las basuras y una tela antimosquitos que nos salió muy cara en la ferretería de la esquina.

Cada día rociaba los caracoles con un vaporizador, les preparaba láminas de zanahoria o cáscaras de manzana en tapones de garrafas de agua, y se quedaba un buen rato observando cómo asomaban sus antenas y eran felices. Los caracoles estaban tan aclimatados al nuevo ecosistema que acabaron poniendo huevos. Nacieron crías. Ella se sentía orgullosa y no se cansaba de hablarme de ello. Después le surgió un trabajo temporal en una protectora de animales de isla Margarita, en el Caribe. Cuando fui consciente de que nunca regresaría, liberé los animales en un parque y puse la jaula junto a un contenedor de basuras.

Al pequeño Hayden le encantan esos moluscos. Me ha acompañado muchas veces a buscarlos tras las tormentas, como si fuera su tía Patricia. El fin de semana pasado, su abuela le regaló una decena de ejemplares en un recipiente de cristal. Regresé con la familia en su coche, incrustado entre las dos sillitas para niños en el asiento trasero. Tenía una mano en la barriga del faraón Nil, que dormía. La otra en la cabeza del pequeño Hayden, que tenía los ojos como platos y me pedía historias con ballenas y elefantes, una tras otra. Cuando me cansé de inventarlas, le expliqué mis conocimientos de helicicultura. Le dije cómo debía cuidar los caracoles, que podrían tener hijos si les ponía las condiciones adecuadas: un recinto, tierra, alimentos adecuados, que les duche cada día con el aspersorio...

-I què mengen?
-El que més els agrada és la pastanaga, però també el cogombre, la poma i l'enciam.


Le prometí que le iría facilitando los utensilios necesarios. De momento tiene los caracoles en un recipiente que no les deja respirar muy bien. El miércoles pasado acudí al Camp Nou para seguir el Barça-Valencia de Copa del Rey con el tenista y el sargento Hayden. Antes de entrar al estadio, le entregué al policía tres palmos de tela mosquitera para que se la regalara a su hijo al dia siguiente, en el desayuno. Empatamos en el último minuto, y mi padre y el cuñado se levantaron para aplaudir. Yo soy más frío.

Ayer me llamó el pequeño (después de que su padre marcara el teléfono), para agradecerme la tela, y exigirme la ducha para caracoles. "Que sí, que te la compraré pesat" Se la compré después en una tienda de chinos, y le busqué nuevos caracoles en el Turó Parc. Salen a pasear de noche, y puse una decena de ejemplares en una bolsa del Caprabo, que vivirán felices mientras él los riega y los alimenta. Les salvará de las brasas. También le voy a prestar el libro de Patrick Mioulane, que ha pasado por tantas manos previas, aunque todavía no sepa leer muy bien.