Palacio del bebé


Mi escasa vida sentimental se ha extraviado en un desierto. Al menos, allí jamás se producen incendios.

Hay una persona con la que no me hubiera importado intercambiar fluidos emocionales este milenio (ocultaré si se trata de un hombre o de una mujer, para no dar pistas). Toca un extraño instrumento de cuerda, juega en su jardín con un pastor alemán, tiene la voz ronca de Lauren Bacall, le encanta chocar con su autoloco para contárselo a su abuela que la crió en unas montañas polacas. Por su cumpleaños me pide simplemente un girasol. Ahora está embarazada.

Creo que nos parecemos. Hablamos como los carboneros. Tenemos un sentido del humor corrosivo. Tendemos al hedonismo. Nos gusta emborracharnos con libros, películas, paisajes. Incluso con una botella de ginebra. Compartimos el carácter amargo, y somos extremistas en muchos temas sociales.

Puede que ahora esa persona (ocultaré si se trata de un hombre o de una mujer, para no dar pistas) se dulcifique, que se eche a perder porque está embarazada de un chico veinte años menor que yo (¡eso es jugar con ventaja, tío!). Ha preferido a un saltimbanqui musculado, vital y agradable a un señor que, si le apetece, es capaz de cojear como House. Además escribo un blog, y él no. Pero tendré que acostumbrarme a vivir sin ella.

Cambiará sus noches canallas sin fin, refrescadas con gin-tonics, por un cochecito maxi plus confort bebé, un moisés y unos bastoncitos para limpiar los oídos del recién nacido. Pero sentirá lo mismo que experimentaron mis padres cuando nació la señora Hayden, o yo. Amor. Cariño. Protección. Calor.

He pasado un rato de mi tarde en el Palacio del Bebé, en Pre-Natal y en un outlet para críos, entre parejas embarazadas y matrimonios con diablitos en sus brazos. Parecía un marciano en ese planeta desconocido, con la chaqueta en el brazo y acalorado. Supongo que tienen la calefacción a tope para que no se constipen los pitufos.

Las estanterías estaban repletas de accesorios extraños: esterilizadores para microondas, mezcladores antigrumos, tetinas ergonómicas para la primera edad, termómetros numéricos para el baño... Ofrecían un trasto de cuatro ruedas denominado Slalom Pro de Jané por más de 600 euros. Una silla de paseo Chicco por 240. Un coche orinal de Olmitos por 14. Estaba acostumbrado a regalar girasoles a esa persona (ocultaré si se trata de un hombre o de una mujer, para no dar pistas), pero ese coche orinal servirá cuando dé a luz.

Todavía queda tiempo. No sucederá hasta verano. Así que he escapado de las tiendas natales, concentradas en dos manzanas de la gran vía de Les Corts Catalanes, para llegar a plaza Catalunya y entrar en ese templo de las compras compulsivas, donde voy cuando me noto sentimentalmente extraño. Me he probado una chupa (que House envidiaría) en la planta Joven él, joven ella (el sargento Hayden ha intentado penetrar en ocasiones en ese universo, pero siempe hay un amable vendedor que le invita a subir a Moda caballero).

He añadido la chaqueta a la lista de Reyes para la próxima semana. Como soy buen chico, pasan a menudo por mi piso. Me queda la posibilidad de pedirles un encuentro casual en un supermercado con Caroline Winberg. Pero no se trata de abusar de su generosidad.

Descubrimiento


La aventurera Violette Moulin siempre lleva embutido su traje de espeleóloga. A veces nos descubre una receta, otras recupera el recuerdo de un antiguo lanzador de cohetes en la Guayana. En esta ocasión se ha topado con una flor en el desierto, y la ha querido compartir con sus lectores. Es un blog. Es tremendamente bueno. Versos per a l'amant. Gràcies Violette.

Omnívoro


Me disgustan las personas de estómago delicado. En catalán se les llama llepafils. "Disculpa que aparte el pimiento, pero me repite", "es culpa mía, debí avisarte que los huevos fritos me sientan fatal", "¿te importa que no me coma la ternera? Es que la carne roja... pero me encanta la guarnición".

Me ponen enfermo. Si hubieran nacido después de la Guerra Civil, como es mi caso, rebañarían cualquier plato con un trozo de pan.

Soy un comensal perfecto, aunque lo ponga en duda la mujer elegante. Me acomodo en la silla, despliego la servilleta para anudarla al cuello y aporreo con el tenedor y el cuchillo en la mesa hasta que me sirvan el primer manjar que tengan a mano (salvo que sean vísceras; mi garganta es incapaz de engullir esos productos).

También evito el queso, y más si ha pasado por el horno. En crudo tolero el Edam y el Havarti, aunque en cantidades escasas. Tampoco aguanto el sabor de la mantequilla cocida, ni de la crema de leche.

Devoro todo tipo de carne (sólo con un punto elevado de cocción), siempre que no lleve un hueso adherido. Me da asco separar lo blando de lo duro. Por eso sufro con los ternascos de las bodas. También me preocupa el contenido de las hamburguesas. Las hago rodar, las volteo con el tenedor, las investigo con la mirada. Y jamás me ofrecen garantías suficientes para acercarlas a la boca.

Me encanta el pescado. Sin espinas, claro. El rape lo degusto con entusiasmo; y sé diseccionar un lenguado. Pero con la merluza, los salomenetes, las sardinas, el bacalao... parece que haga calceta con el cuchillo y el tenedor intentando separar esas astillas asesinas de la carne. Mejor que no me los ofrezcan.

Las cazuelas, los estofados, los fritos me llenan demasiado. Si puedo elegir, prefiero la plancha, las brasas, los hervidos, los vapores.

Las sopas son para el invierno, y si me las sirven en otras épocas del año comienzo a sudar. Las ensaladas son para el verano, y si me las sirven en otras épocas del año me entra un escalofrío. Cada cosa a su tiempo.

El arroz me gusta seco (paella) o hervido -blanco- (con poco grano y mucho líquido. Y dientes de ajo, por supuesto). El caldoso (excepto uno que hace la señora Hayden con calamares y setas) lo regalo al gato de la casa de turno, que es feliz cerca de mis pies.

Jamás cocino pasta (es aburrida, y no soy un deportista de élite para incluirla en mi dieta). Pero, si me la plantan en la mesa, que sea con mucho sofrito y sin hornear. Al dente.

La verdura me encanta, aunque retire discretamente con el cubierto las acelgas, o pida que no me pongan muchas espinacas en el plato.

No pruebo cosas dulces, ni añado azúcar al café con leche desde hace años. Es un sabor que no recuerda mi paladar. Pero tomo todo tipo de fruta (con el punto mínimo de maduración, prácticamente verde), excepto plátanos, manzanas golden, ciruelas, nísperos, uvas, coco... Las piezas deben ser enteras y sin pelar; que no me las sirvan en macedonia o en ensalada.

Bebo cualquier cosa, excepto refrescos, tés, aguas carbonadas y licores (la ginebra sí me gusta).

Engullo todo lo demás. Soy omnívoro. Un comensal perfecto, aunque dude de ello la mujer elegante. Un tipo de después de la guerra (no como esos llepafils malcriados).

PD: La canción es para la Maîtresse Omelettière... Soupière... Crêpière... Macarronière... Boulangère... et Chocolatière. Y sus amigos francófilos.

Pequeños regalos


Conquisté al tenista y a la señora Sofía para que me llevaran a recoger setas a las montañas del sur. El morro del coche ascendió una cuesta y dejamos la niebla atrás. Lució el sol en el parabrisas, y una música alegre sonó en los MP3 de nuestras mentes. Encontramos un claro en el bosque para aparcar. No tengo experiencia en la recolección de setas. Por eso, mi madre me llamaba cada vez que encontraba una, para enseñarme a cortarla. Fue mi primer regalo de Reyes.

La señora Sofía cuida el más mínimo detalle en la mesa. Le preguntó al sargento Hayden si le había gustado la merluza. Antes de que respondiera, dije uno de mis chistes absurdos: "¿Es el pescado que te dejaron bien de precio porque olia un poco?". El tipo soltó una carcajada, y ella sonrió porque ya conoce mis bromas simples. Le gusta que me lleve bien con el cuñado, que le haga reír cuando está cansado de mirar cadáveres de personas asesinadas (como sucedió ese día). Por eso me acarició la nuca al pasar tras mi espalda. Fue el segundo regalo de este año.

Los sobrinos desenvolvieron los obsequios con entusiasmo bajo el árbol de Navidad (los que compré con la mujer elegante tuvieron éxito). Hubo zoos en miniatura (con veterinario incluido), un pingüino con patas de trapo, una caja del ratoncito Pérez, un gorro de pana, collares, libros, música... Mi regalo fue un MP4, que sigo intentando configurar, pero le voy a sacar mucho partido. Regresé a Barcelona en el autoloco de los Hayden. Estaba prensado en la parte trasera, entre las sillas para vehículos de los niños. El pequeño Hayden tumbó su cabeza sobre mis piernas. Me dijo: "Aquí sí que estic calentet". Y se durmió, agarrándome la mano. Era el tercer regalo.

Poco dinero en el bolsillo (y III)

Se colocó a la izquierda del hombre, a un palmo de distancia. Su corazón estaba desbocado. Sacó la mano derecha, muy lentamente, y la acercó al bolsillo del anciano. La pescadera estaba de espaldas y no les podía ver. Robin comenzó a despedirse del billete. Pendía de la punta de sus dedos pulgar e índice, en la boca de aquellos pantalones ajenos. Sudaba. Fue entonces cuando escuchó un chillido cerca de sus oídos.

Se giró sobresaltado y observó, a unos dos metros, a una chica atractiva con el rostro crispado. Mientras él la miraba, ella, el viejo y la dependienta contemplaban la mano de Robin agarrando un billete de cincuenta euros en la entrada del bolsillo del hombre. O en la salida, según la perspectiva.

Estaba petrificado. No sabía si soltar definitivamente el dinero o retornarlo al lugar de donde jamás debería haber salido. Lo dejó ir y pasó a ser propiedad del anciano. Apareció el encargado en escena, preguntando qué pasaba.

La joven bonita y la pescadera teñida de rubio manifestaron, señalándole con dedos ensortijados, que ese hombre intentaba robar al abuelo. Lo explicaron las dos a la vez, en un duelo de gallinas. Robin buscó una de sus sonrisas infantiles, para no dramatizar la situación. No encontró ninguna. Se le habían agotado.

Miró el carrito con las cosas que quería adquirir para su familia, y le costó tragar saliva. Su cuello se cansó de aguantar el peso de la cabeza, y se precipitó buscando el amortiguador de la papada. Estaba arrepentido de ser un buen tipo. Lo había sido toda la vida. Y cuando le enredaban, se prometía a sí mismo que no volvería a suceder. Pero siempre volvía a pasar.

Le condujeron a las oficinas del supermercado. No supo cuánto tiempo pasó hasta la llegada de una pareja de la Guardia Urbana. El encargado les contó que Robin no tenía trabajo, y que únicamente compraba lo imprescindible (siempre productos de gama blanca). Pero hoy le había notado extraño, corriendo entre los pasillos, y cargando productos que seguramente no podría pagar. El viejo se inventó que los cincuenta euros se los había regalado su nieta para pasar la Nochevieja. La pescadera detalló cómo los hábiles dedos del ladrón querían quitarle la comida de la boca a aquel venerable anciano. La chica atractiva se había marchado. Pero no importaba: nadie podría agrandar la herida de Robin.

Mientras el encargado retornaba a las estanterías el conejo de chocolate, el perfume, el cava, las conservas y los turrones, los agentes condujeron al detenido hacia la pequeña comisaría en el coche patrulla. Compartió el banco del pasillo con el hombre de edad avanzada, que quería presentar denuncia. Robin regresó por un momento a la realidad. Le miró y le preguntó, sin rencor: "¿Por qué?". El anciano respiró profundamente. No quería responder. Pero, finalmente, le miró a los ojos y habló con voz grave: "A mi edad será difícil que vuelva a toparme con alguien como tú. No lo entiendas como un insulto". Hizo una larga pausa. "Tengo que aprovecharlo. Algún día, cuando la vida te haya fastidiado del todo, entenderás por qué actúo así".

Mireia llegó a la comisaria hacia las ocho de la noche. No se había arreglado. Desde que su marido había perdido el trabajo, se había abandonado físicamente. Pero eso no le quitaba atractivo. Al contrario: la había rejuvenecido. No se maquillaba, ni se vestía de acuerdo a sus treinta y cinco años. La semana anterior se había cortado ella misma los cabellos castaños muy cortos, y su rostro anguloso quedó completamente al descubierto. Los pómulos se veían más pronunciados, y la mandíbula más amplia. Desde el embarazo, su cara había adquirido una belleza y una serenidad que no había tenido nunca, ni en la adolescencia. Todo era plácido en ella, menos los ojos, que eran severos, grandes, grises. Ahora los tenía húmedos.

Vio a Robin detrás de la mesa de un policía, que tecleaba una máquina de escribir antigua. No había más gente en la sala. Desde siempre, Mireia se había imaginado las comisarías llenas de humo, de ladronzuelos, de prostitutas medio desnudas. La realidad era un pobre policía trabajando en Nochevieja, y el hombre que le había prometido la mejor de las vidas posibles, con la cabeza agachada.

-¿Cómo estás? -le preguntó a Robin. No respondió. Sólo hundió la cabeza entre el hombro y el cuello de su mujer. Aquel rincón cálido le protegía del mundo.
-¿Dónde está María? -preguntó, tras un instante, incorporándose.
-Con mis padres.
-¿Qué les has contado?
-La verdad -Mireia lo dijo sin sentir vergüenza.

Entonces, Robin se serenó un poco, para explicarle la verdadera verdad. Mireia lloraba, sin hacer ruido, y eso sólo significaba una cosa: no le creía.

-¿Cómo quieres que te crea si me has dicho que robarías la cena y yo la cocinaría?
-No seas boba... Sólo era una frase irónica. ¿Cómo puedes creer que...? -movió negativamente la cabeza, pensando que no era cierto lo que le estaba pasando esa noche-. También les crees, ¿verdad?. Tú también les crees.

El policía dejó de escribir el atestado, y se hizo el silencio en la sala. Parecía contento de acabar el último documento de 2007. Se ausentó, dejándoles solos. Pasaron unos minutos hasta que Mireia rompió el silencio: "Ese hombre dice que si le damos cincuenta euros más, no presentará denuncia. Que le parecemos buena gente, y no quiere abusar. Le he contado que estás en paro, que tenemos a la niña...". Robin reencontró su vieja risa perdida. Se rió como nuca. Más fuerte que nunca. "¡La madre que le parió!".

Se le enrojecieron los ojos. Tenía las mejillas encendidas, y quiso sacar a gritos todo lo que guardaba dentro. Contarle a Mireia que quería comprarle perfume, y un muñeco para la pequeña y pescado fresco. Y que el viejo le compadeció. Pero se lo quedó en su interior. Tampoco le habría creído.

Estaba cansado. Mientras le pasaba suavemente la mano por la espalda, le pidió que se marchara, que preparara cena para ella y para la niña. Él se quedaría en la comisaría hasta que todo se aclarara.

Mireia se marchó en silencio, sin volver la mirada atrás para verle aislado del mundo en esa sala. Robin encendió un cigarrillo (aunque estaba prohibido). Se lo fumó a gusto, como cuando antes acababa un trabajo complicado. Hacia las once de la noche, entró un policía joven. Le dijo que su mujer había llegado a un acuerdo amistoso con el denunciante, y que podía largarse a casa.

En la comisaría había una máquina de pastas dulces. Robin puso un par de monedas y expulsó su cena de Nochevieja. No llevaba llaves de su piso. Aunque las tuviera, no habría ido allí. La avenida Icària estaba desierta, sin coches en movimiento, sin personas. La gente estaba en sus domicilios cálidos, preparando las uvas. A unos trescientos metros a su derecha observó las siluetas en el cielo de los árboles del zoológico. Pensó en las bestias a oscuras, sin celebrar la fiesta. Eso le hizo sentir menos solitario. Se imaginó los monos durmiendo apiñados en un rincón. Los ojos cerrados de los hipopótamos, que ya hacía horas que estaban en otro mundo, soñando. Los pájaros, con la cabeza bajo el ala, sin preocupaciones, seguros de que al día siguiente encontrarían la comida en el sitio de siempre.

Caminó hacia el puerto. Quería pensar allí. Recogerse y pensar. Llegó en media hora. El agua era oscura y, seguramente, fría. Parecía un mar de carburante. Se sentó en una de las escaleras que bajaban al Mediterráneo. Tenía los brazos en forma de equis, tomando sus hombros. El tronco hacía un movimiento nervioso, de péndulo, mientras miraba las aguas oscuras. El pequeño oleaje le llamaba. Le llamaba por su nombre.

Rumiaba cómo había cambiado todo últimamente. Se preguntaba si ya había tocado fondo, o si las cosas podrían empeorar todavía. Dudaba si saldría adelante, de si Mireia y María tendrían mejores oportunidades de arreglar sus vidas en solitario, o con otra persona, más que con él. Pensaba todo eso, mientras su nombre salía del agua, con un sonido metálico.

Cuando las fuerzas que le mantenían en tierra eran muy débiles, el cielo estalló, de repente, en un castillo de fuegos artificiales que sembraron el mar de colores. Robin regresó a la vida. Miró su reloj. Eran las doce. Un láser escribió en el firmamento: "Feliç 2008", como si toda la humanidad le felicitara. La brisa le acercó el olor de la pólvora. Temblaba.

Ese aire extraño le recordó que en Gales, cuando era joven, tenía un amigo a quien llamaban Boss. Era un líder. Buena familia. Magnífica posición social. Las chicas le perseguían. Pero murió joven. En un arrebato, en un desencanto quizá, se disparó en la sien con una escopeta de caza. Nadie, ni el mismo Robin, encontró jamás una explicación para ese suicidio. Pensaron que la vida le había derrotado por algún motivo desconocido, antes de tiempo.

Pensó en Boss, que lo tenía todo y se cansó de tenerlo. En el viejo, que no poseía nada y todavía quería luchar por sus migajas en esta vida. Guardó en el cofre de sus pensamientos aquella noche, y se acordó de Mireia. De la niña.

Se incorporó para llenar sus pulmones de ese aire envenenado de pólvora. Regresaba a la batalla. Aunque estaba casi desarmado, esta vez no le volverían a derrotar.

Poco dinero en el bolsillo (II)

Agarró un carrito de la compra y enfiló los pasillos repletos de ofertas. En un rincón, donde no había nadie, volvió a calcular el valor de las monedas que llevaba encima. Lo hizo con la mano, palpando en la oscuridad de su bolsillo. Le avergonzaba extraer el dinero y contarlo abiertamente a la luz de los neones. Seguramente eran cinco o seis euros, que había que sumar a los dos billetes de veinte.

Mientras su mente administraba el presupuesto, su intuición captó su presencia y se le disparó el corazón. Levantó la mirada y le vio a escasa distancia. El encargado del supermercado no le perdía de vista desde que sus compras disminuyeron en volumen y en precio. Le miraba fijamente, al tiempo que la pistola de su mano escupía precios en una fila de melocotones en almíbar. Crac, crac, crac. Aquel tipo, de unos cuarenta y cinco años, tenía el rostro amarillento, y la expresión de los gatos que están a punto de atrapar un gorrión. Cada vez con más frecuencia, Robin se notaba incómodo ante la presencia de aquel empleado. Sentía no ser bienvenido en aquel establecimiento, desde que no tenía trabajo.

En los últimos meses se creía vigilado por aquellos ojos pequeños y oscuros. Levantaba un tambor de detergente para la lavadora y, alehop, detrás aparecía su cara, como los conejos que surgen de los sombreros mágicos. Giraba la esquina de la sección de los productos lácteos, y le descubría sacando el polvo de los tetrabriks. Algunas noches soñaba con ese encargado. Aquella persecución policial le hubiera podido transformar, perfectamente, en un ladronzuelo de latas de sardinas. Pero Robin seguía fiel a aquella frase que su madre le dijo cuando era pequeño: "Si vas a ser pobre, al menos sé honrado".

Esa Nochevieja quería huir de allí lo antes posible. Así que se organizó para agilizar las compras. Primero el pollo. Se dirigió, con el carrito, a la sección de carnes. Atajó, para ganar tiempo, por el pasillo de los dulces, donde un producto le llamó la atención. Era un conejo enorme de chocolate, envuelto con papel de colores. Hacía tanto tiempo que no le regalaba nada a su hija de tres años. Antes, cuando la vida era normal, cuando no necesitaba contar las monedas en la oscuridad de su bolsillo, solía aparecer en casa con un obsequio para María. Claro que no quería que creciera mimada, pero no sabía reprimirse.

Levantó el conejo para buscar el precio, junto al código de barras. Esperaba un milagro que no se produjo: costaba quince euros. Iba a retornar la figura a la estantería, cuando se desprendió una hoja que cayó, en zig-zag, entre los pies de Robin. Primero pensó que se trataba de la etiqueta del fabricante. Después, a medida que inclinaba la espalda para recogerlo y la hojita se agrandaba a su vista, fue tomando consciencia de que era un billete. Un billete de cincuenta euros. Podía tratarse de un truco publicitario. Por eso agarró con firmeza el papel moneda y lo miró de cerca. Lo expuso al contraluz de los neones. Comprobó las firmas, los números de serie y todo lo necesario para convertirlo en legal, para poder cambiarlo por el conejo de chocolate para María, por un frasco del perfume que antes usaba su esposa, para comprar pescado fresco y cava -porque el vino y el pollo pueden ser válidos para otra noche, pero no para ésa-, y turrón. Era un billete de curso legal. De los mejor impresos que Robin había visto nunca.

Sin preguntarse qué hacía aquel dinero debajo de un conejo de chocolate, dibujó su sonrisa infantil de siempre y cargó el conejo en el carrito. Dirigió sus pasos a la perfumería: un frasco pequeño de un perfume de Christian Dior. Después a las bebidas: una botella de Anna de Codorniu. A los postres: turrón artesano. También cargó piña natural y latas de berberechos, mejillones, aceitunas... Las ruedas del carro sacaban humo. Robin sentía ansiedad por regresar al piso y ver las caras que pondrían esas mujeres, que compartían su vida con él, ante las bolsas de plástico del supermercado. Estuvo a punto de atropellar al encargado, que salía de una puerta con el cártel de "privado" -seguramente eran los servicios-, y se quedó mirando, extrañado, el carro demasiado lleno de aquel parado.

Había cola en la pescadería. Un hombrecito viejo de voz escasa le ofreció el turno. El pescado y los crustáceos reposaban sobre montículos de hielo y perejil. El besugo y el marisco eran caros. Pero el lenguado era asequible y tenía buena pinta. Robin creyó sentir su sabor hecho al horno con almendras, el sabor del cava, de un cigarrillo, de la boca de Mireia después de tanto tiempo. Quería tres piezas, no muy grandes (a la chiquita se la trocearían en bocados pequeños). Miró el contenido del carrito y calculó su precio. Le sobraba dinero. Le sorprendía la buena suerte de esa última noche del año. Era una señal, sin duda, de que el próximo 2008 sería diferente. Mejor. La pescadera despachó rápidamente a dos señoras. Sólo quedaban el anciano y él por atender.

Se fijó en aquel hombre. Era muy viejo, o lo parecía. Tenía el cuerpo magro. Los huesos eran largos y estaban bien estructurados, como si alguna vez hubiesen formado parte de un organismo perfectamente alimentado. Los pantalones marcaban dos tallas demasiado grandes. Llevaba una cazadora de un material sintético, de un color avinagrado, y un jersey oscuro con el cuello gastado. La testa era noble, con el cabello blanco, abundante y enredado. Lucía una barba mal afeitada y tenía los ojos azules, transparentes, que decían: Aunque no lo aparente, sigo con vida.

Parecía un hombre lanzado a la miseria desde muy alto. La compostura no se correspondía con las ropas y la delgadez. Con un poco de imaginación, se podría adivinar en él un pasado de alto ejecutivo o de artista económicamente reconocido. No conducía ningún carrito, ni llevaba nada entre las manos, que permanecían estiradas junto a sus piernas. Su mano derecha se sumergió en el interior de los pantalones, de donde sacó un puñado de monedas de poco valor. Y las contó.

Le pidió a la dependienta que le pesara unas sardinas, no muchas. La mujer sonrió con la mirada. Las sacó de la báscula, y después le puso tres o cuatro piezas más en la bolsa, diciendo que se las regalaba porque en Nochevieja aquel pescado no tenía mucha demanda y acabaría en la basura.

Robin no conseguía dejar de mirarle. Cuanto más lo hacía, más se veía reflejado en él dentro de unos años. Quizá no encontraría otro trabajo -tenía más de cuarenta años-, quizá Mireia le abandonaría cansada de mirar al horizonte, sin verlo. Se imaginó viejo, y regresando a un hogar oscuro y solitario, con la única compañía de las sardinas para pasar la Nochevieja. Pensó que el destino se había equivocado de persona. El billete de cincuenta euros le correspondía al viejo, cayendo en zig-zag entre sus piernas, como una pequeña compensación que le ofrecía la vida después de tantas miserias.

Mientras producía, dirigía e interpretaba aquella película mental, Robin tenía la mano derecha en el bolsillo de su pantalón, que apretaba temblorosa el billete. Sabía que no sería suyo mucho más tiempo. Era como si otra persona lo hubiera decidido por él. Pensó en decirles adiós a los regalos para su mujer y la niña, adiós al frescor de la boca de Mireia, del cava, del lenguado...

No podía hacer nada por cambiar el destino. Estaba redactado. No quiso darle el dinero abiertamente al hombre, para no avergonzarle. Prefirió que se lo encontrara entre sus ropas, aunque quizás perdería un par de horas rumiando cómo habían ido a parar aquellos cincuenta euros allí (pero si alguna cosa le sobraba a aquel tipo era tiempo para pensar). Observó que sus pantalones eran anchos. Sería fácil deslizar en ellos ese regalo, hacia su oscuridad.

Poco dinero en el bolsillo (I)

Tenía en el ordenador un cuento de Nochevieja, escrito hace tiempo y en catalán. Hoy lo he traducido y acortado. Lo pondré en cuatro o cinco posts.

Poco dinero en el bolsillo

Con una mano estiró un par de billetes de veinte euros, que guardaba ahorrados del paro entre las páginas de un libro de Jim Thompson, mientras con la otra hacía saltar unas monedas en el interior del bolsillo de su pantalón, intentando calcular el valor con el tacto.

Se puso el abrigo y le comunicó a su esposa, que miraba la televisión: "Esta Nochevieja tendremos una buena cena. Te lo prometo". Le dio un beso rápido, agachándose hasta alcanzar su mejilla.

Mireia desconectó por un instante la atención del concurso para preguntarle, con una acidez de la que horas más tarde se arrepentiría:

-¿Y cómo vas a hacerlo, Supermán?
-Fácil, yo la robo, y tú la cocinas.

Robin sacó su risa de niño grande, mirando al suelo, antes de cerrar la puerta a sus espaldas

Aquellas carcajadas tan suyas y tan absurdas, que le entraban cuando quería comerse el mundo, era lo único que no había cambiado en él desde que perdió el trabajo hacía diez meses. Los ojos cansados de Mireia se posaron en la puerta cerrada. Hubo un tiempo en que, si Robin le hubiese dicho espérame aquí que te traigo la luna, ella se habría quedado aguardando, junto al umbral, segura de que no regresaría sin una luna preciosa y brillante entre sus manos. Pero, aquella noche, giró el cuello y abandonó la penosa nostalgia, retomando el hilo del concurso en la tele.

Robin miró al cielo, contra el que se recortaban las siluetas oscuras de los edificios. Las última luces de la tarde le enrojecieron el rostro. Antes, los atardeceres eran de color magenta, dorados, tornasolados... Pasados los años, sólo los veía rojos. A secas.

Era un tipo alto, y lo parecía más porque tenía las espaldas estrechas y estaba excesivamente delgado. La testa era un poco infantil, con los cabellos desordenados, los labios gruesos y unos ojos siempre sonrientes rodeados de fisuras. No había muchas más arrugas en aquella piel limpia y ligeramente oscura, a pesar del genotipo de su padre galés.

Pensó que había nevado en las montañas. Notaba el frío seco de la nieve en las mejillas. Subió la cremellera de su abrigo hasta alcanzar la barbilla, y sintió no disponer de un par de guantes, como los que llevaba la gente de la calle arrastrando grandes bolsas de plástico repletas del espíritu de las fiestas.

Él también quería poseer una de aquellas bolsas, aunque no fuera tan voluminosa, para Mireia y la pequeña María. Por eso aceleró el paso hacia el supermercado cercano a la empresa donde él trabajaba. Caminó frente a su fachada, sin contemplarla. No dirigía su mirada a ella desde el pasado verano, cuando fue consciente de que ese edificio no volvería a formar parte de su vida

Con todo, andaba alegre. Le ayudaba la musica navideña que vomitaban los altavoces municipales. También la idea de inaugurar un nuevo año. El año en que (quién sabe) tendría suerte y regresaría la normalidad a su vida. De repente le entraron ganas de encontrarse con un conocido por la calle y desearle un buen año, levantando la mano y la voz, sin detener los pasos. Y tuvo ganas de recibir un deseo similar.

El supermercado estaba decorado con motivos navideños baratos. Tras los cristales, observó las cintas plateadas que saltaban en cascada entre las entanterías. La mente de Robin trabajó antes de entrar en el establecimiento. Su boca emitía vapor, que se elevaba hasta alcanzar la nariz roja. Tenía frío y poco dinero para comprar alguna cosa especial. Obviamente, no podía adquirir marisco y cava, pero sí pollo y vino. En definitiva, sólo era una de las trescientas sesenta y cinco cenas que celebraban en el transcurso de un año. Regresó el optimismo a su cara -aquel optimiso suyo, tan enfermizo-, y entró en la superficie comercial con largas zancadas.

Primer paseo del año

Estaba invitado a un par de fiestas de Nochevieja, en la tierra de la niebla y en las costas del norte, que no se suspendieron a pesar de mi ausencia. He pasado demasiadas horas en trenes estas últimas semanas como para emprender un nuevo viaje.

Cociné gambas a la plancha, y tenía ternera con setas (cortesía de la señora Sofía). Encendí unas velas de Ikea. Tragué doce aceitunas a medianoche. Hice algunas llamadas telefónicas. Me abrigué para salir a la calle. Quería tomar una copa en el Michael Collins (allí es fácil no parecer solitario, con el tránsito de extranjeros que van y vienen mientras cantan embriagados), pero cobraban demasiados euros por entrar. Así que me retiré a casa.

De regreso, me fijé en una luz anaranjada en el cielo. Creo que no es una estrella. Debe ser Marte. Ya hace semanas que me fijo en ella. Pensé que nadie me esperaba en el piso, y que no tendría bronca por llegar un poco más tarde. Así que me acerqué al Turó Parc, repitiendo las aceras que recorría con el señor Gris. Recordé cada esquina en que dejaba constancia de su paso en este mundo levantando la pata.

Sólo son veinte minutos de paseo real -pero una infinidad de años luz si hablamos de capacidad adquisitiva- los que me separan del parque y su vecindario. Las vallas de los jardines estaban cerradas de madrugada. Caminé alrededor del recinto, y acaricié cada hoja de planta que asomaba a la acera, exigiendo un buen año para cada uno de los seres vivos que se han ocupado de mí últimamente. Una hoja, un alma. Un alma, una hoja. Es una tradición casi tan tonta como todo lo que hago. Pero, ¿y si les doy suerte?

Este último párrafo lo he copiado de mi primer texto. Han pasado dos años. Desde entonces, tengo a más gente por la que pedir buenos deseos el uno de enero. Y eso me alegra.