Círculos


En la tierra de la niebla, el tenista quiso competir. La señora Sofia me llevó a un aparte y me exigió: "només mitja hora, perquè li fan mal els ronyons". Corrimos poco, imprimimos escasa fuerza en los drives, descansamos entre juegos. Llevábamos media hora de reloj en la cancha, y no habíamos tenido tiempo ni para sudar; pero le di la palabra a la señora Sofía. Sacaba para evitar la derrota en el set. Elevé con mi mano el círculo -color manzana- de la pelota, decanté la cintura para dirigir el golpe, y la bola se cruzó en el cielo azul con el vuelo de una cigüeña antes de impactar en mi raqueta, para distraerme y fallar el punto. Mi padre gritó out y me ganó.

Después todavía era de día y salí a caminar por el campo. Introduje en el reproductor el círculo -color plateado- del CD que me dejó la chica de la tierra de la niebla en un buzón, y las canciones de Antònia Font pusieron la banda sonora a esa tarde de sábado. Seguía el camino contiguo al viejo canal que siempre recorría con el señor Gris. A mi derecha estaba el círculo -color amarillo- del sol menguante como una bola de billar suspendida, y a mi izquierda el círculo -color blanco- de la luna llena como un balón de fútbol suspendido sobre el campanario del pueblo lejano del hombre que cuida animales. Mirando la corriente de agua pensé en el señor Gris. Le gustaba tanto bañarse allí cuando no era invierno... Oscurecía. Los escasos coches llevaban los faros circulares encendidos, y debía regresar a la granja de los caballos. Él se quedaría allí, feliz, chapoteando, bajo los castaños de hoja caduca, olfateando todas las hierbas en los caminos, buscando mis pasos mientras yo regresaba a la población. Pensé que no volvería a hacerle compañía en tres semanas. Le sugerí que se acunara en esos cúmulos del cielo.

Por la noche, salí a mi refugio de la terraza. Allí hago balance de lo positivo y lo negativo que me ha sucedido en las semanas en que he estado ausente de la tierra de la niebla. Soy noctámbulo, así que siempre abro esa puerta al exterior con cuidado -para no despertar a nadie-, separo las cortinas como si fuera un agente secreto (Jack Bauer, por ejemplo) y me siento un rato en las baldosas frías, contando estrellas con su círculo del tamaño de una aguja de coser. La luna llena mostraba este sábado una circunferencia perfecta, rota por mil algodones.

Esa madrugada hacía frío. En mi habitación del tercer piso no hay calefacción central. Pero sí muchas mantas y una funda nórdica. Da gusto introducirse temblando en su interior, donde sé que soñaré tras sacar la mano para apagar el interruptor de la estufa eléctrica y el de la luz.

Volvió a suceder. Siempre recuerdo los sueños de la tierra de la niebla, pero jamás los de la metrópolis. Soñé que estaba en una ciudad inmensa con mi amigo (el hombre sin suerte). Buscábamos el domicilio de Johann Cruyff. Había un gran río, parecido al Amazonas. En su ribera, se levantaba un barrio decadente, con viviendas medio derruidas de hacía quinientos años. Cuando conseguimos llegar a la casa del ex-futbolista, vimos que allí sólo había un gran patio con hierbajos. Del río salieron unos cocodrilos enormes, y mi amigo se largó sin avisarme. Bajó una chica de un piso para pedirme fuego. Me dijo que no tuviera miedo de los réptiles porque eran lentos, y me convidó a refugiarme en su hogar. En su boca prendía un círculo -del color de un volcán en erupción-; parecía una moneda de un céntimo de euro.

Mi madre se levantó temprano ese domingo para, entre otras labores, ponerme en el círculo -color transparente- de un tupperware los restos de un estofado que alabé el día anterior. Eso me comunicó al despertarme de mis pesadillas.

En el convoy del tren de regreso, salí a fumar al espacio minúsculo entre vagones. Las vías no son firmes en ese viaje al salvaje oeste, y las plataformas metálicas que unen los carricoches de juguete saltan para abrir sus bocas e intentar mordernos los pies, como cocodrilos. Nunca lo consiguen porque hemos aprendido a esquivarlas saltando como en una sardana. Normalmente fumo solo, pero esa tarde una joven con acento sudamericano entró a la cabina del vicio para pedirme fuego y drogarse conmigo. Esquivamos las miradas, observando el interior de los vagones. En su boca prendía un círculo -del color de un volcán en erupción-; parecía una moneda de un céntimo de euro.

PD: Gràcies per la música, noia de la terra de la boira.

Ellas (vosotras)


Hace un par de años, de camino a casa de los Hayden, en un paseo arbolado, un machito discutía con una mujer junto a un cajero automático. Supongo que su cerebro no encontró más argumentos, y le pegó una hostia en la cara que la hizo caer de rodillas. Imagino que era la posición que él prefería para que le hiciera una mamada pidiéndole perdón. No me atreví a interceder, por lo que no me considero mucho más evolucionado que ese verdugo con el cabello oxigenado de rubio cutre.

Siempre me han apasionado las mujeres como personas. Nosotros somos más previsibles. En ese sentido no nos diferenciamos mucho de los animales. Pero ellas -vosotras- sorprenden porque su visión del mundo no es la establecida por los poderes. Envidio su sensibilidad, su empatía, su racionalidad...

Eso ya está muy dicho, pero lo pienso: el mundo sería diferente gobernado por ellas, por vosotras. Entre otras cosas, porque no compiten para ver quién la tiene más larga.

He entrado en la web del Instituto de la Mujer (Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales). En el Estado español faltan 54 mujeres asesinadas en 1999 por sus parejas, 63 en 2000, 50 en 2001, 54 en 2002, 71 en 2003, 72 en 2004, 58 en 2005, 68 en 2006. En lo que llevamos de año faltan 63 personas sensibles, empáticas, racionales...

No creo que sea difícil introducir un cuchillo en su cuello y rajarlo, o golpear su cráneo con un martillo, o lanzarlas al vacío desde un séptimo piso. Lo difícil vendrá después, cuando los hombres nos miremos cada mañana al espejo para afeitarnos y no seamos capaces de reconocer en ese rostro ninguna sensibilidad, ninguna empatía, ninguna racionalidad. En esas cabezas con el cabello oxigenado de rubio cutre. Pensando en lo grande que la tenemos. En lo grandes que somos. "Puta gente", como diría Be.

PD: Adoro las canciones de Bebe y su discurso que hace pensar.

Supernanny

Esta noche, los Hayden me han contratado de supernanny.

Les he acompañado a la puerta oliendo su mezcla de perfumes e intentando no pisar la cola del vestido de noche de ella. He cerrado con llave y, al regresar al comedor, los enanos me miraban -uno sentado en el sofá y el otro estirado en el suelo- como si fuera su juguete nuevo.

El faraón Nil apenas pronuncia sílabas sin sentido: "caaa", "naaa", "gaaa". Con esas limitaciones, se hace difícil conocer sus sentimientos o sus necesidades a través de la comunicación oral. He intentado enseñarle una primera palabra evangelizadora (no quiero que acabe como Ilse). Sentado a su lado, le he pedido que me mirara para decirle alto y claro:

-Baaarça.

Me ha mirado (con esos ojos enormes y oscuros como el chocolate) y ha respondido alto y claro:

-Caaaca.

El pequeño Hayden se ha puesto a carcajear -a los niños les encanta la escatología- y Nil se ha contagiado. Cuando se han calmado, he reemprendido mi misión catequizadora, esta vez vocalizando de manera exagerada.

-Baaaaaar (pausa) çaaaaa.
-Caaaaa (pausa) caaaaa.

No es un superdotado en el aprendizaje verbal, pero le encanta cantar. Su abuela le enseña temas antiguos para niños en la granja de los caballos, el faraón las aprende al instante y las tararea de principio a fin la mar de feliz. Alguna noche, los Hayden se han despertado entrada la madrugada con las notas de En Joan petit quan balla flotando sobre la cuna de su bebé en forma de corcheas y negritas estridentes.

Después de acostar a su hermano menor, el pequeño Hayden me ha dibujado un dinosaurio que parecía un burro, y un burro que parecía un dinosaurio. Pero he visto pinturas parecidas con un cartelito en la base indicando el precio. Mientras pintaba tumbado en el parquet, me ha preguntado sin mirarme:

-Tio, ets escriptor?
-Escriptor? No. Qui t'ho ha dit això?
-El pare.
-Potser volia dir que de vegades escric contes.
-Contes per a nens?
-Per a nens i per a grans. Vols que n'escrigui un per a tu?
-Ohhh! De veritat tio?
-Sí home. Voldràs sortir al conte?
-Sí.
-I qui més vols que hi surti? Els pares?
-Un dinosaure. No, molts dinosaures.
-I han de ser bons o dolents els dinosaures?
-La meitat bons i la meitat dolents.


Quería que se lo escribiera en ese mismo momento. Pero le he convencido para entregárselo la próxima vez que coincidamos en la tierra de la niebla. A cambio me ha pedido que le contara un cuento; luego han sido dos, tres... Con El peixet d'or (el sexto) le ha vencido el sueño.

He dejado las puertas abiertas y una lamparita prendida en cada dormitorio, para que no tuvieran miedo de los monstruos que habitan en su imaginación cuando oscurece, y para escuchar si surgía algún problema del tipo "recital de canciones populares" a cargo del pequeño Nil.

Con la vivienda en silencio, en penumbras, sentado en el sofá del comedor me ha entrado un cierto vértigo por estar en un piso que no es mío, con dos niños que no son míos pero que esta noche dependían (dependen todavía) de mí. Para elevar el ánimo, me he dirigido de puntillas -pisando un cocodrilo con un silbato sonoro en la barriga, y tropezando con el superdinosaurio articulado- al armario donde el sargento guarda los licores. Estaba cerrado con una llave que, seguramente, ahora él acariciaba entre bocado y bocado de esa cena romántica. Sonriendo mientras imaginaba mi desesperación.

Así que he puesto música de George Brassens, y he comenzado a escribir este post. Los niños han ido cambiando de posición a lo largo de las horas: panza arriba, abajo, fetal... Parecían tener sueños plácidos, mientras sonaba muy suave "La chasse aux papillons".

"Un bon petit diable à la fleur de l'âge
La jambe légère et l'œil polisson
Et la bouche pleine de joyeux ramages
Allait à la chasse aux papillons

Comme il atteignait l'orée du village
Filant sa quenouille, il vit Cendrillon
Il lui dit : "Bonjour, que Dieu te ménage
J't'emmène à la chasse aux papillons"

Cendrillon ravie de quitter sa cage
Met sa robe neuve et ses botillons
Et bras d'ssus bras d'ssous vers les frais bocages
Ils vont à la chasse aux papillons..."


A las tres de la madrugada, los Hayden todavía no han regresado. Miro por la baranda de la terraza a la calle, rezando para que no hayan huido dejándome al cuidado eterno de los pequeños. Y, lo que es peor, sin la llave del cofre del tesoro.

Punto de partida para el paseo diario

La calle Mateu es corta. Hay una ferretería -donde compro enchufes-, un centro de yoga, una peluquería, y poco más. Es oscura y estrecha, pero allí iniciamos nuestros paseos cada noche antes de cenar, pendientes de que no nos atropelle una moto. Llamo al señor Gris y se monta en la acera moviendo el rabo y olfateando las esquinas. Luego, de repente, la calle se transforma en la de Santa Rosa (como todos los rincones de Gràcia, esas vías tienen ganas de convertirse en un laberinto -cambiando de nombre a cada esquina- para nosotros y para los turistas que nos visitan y nos preguntan).

En la corta calle de Santa Rosa hay un párquing. Su vigilante tiene dos perros pequeños (raza Barceloneta pointer). Es un tipo delgado, que no descuida la mirada de sus animales. Les quiere, y a veces me detengo para rascarles la cabecita, aunque el señor Gris tenga celos.

En la corta calle de Santa Rosa hay una hectárea en obras, donde montan equipamientos municipales. Han edificado un parvulario, pero todavía faltan construcciones. Entre las grúas, veo cien ventanas iluminadas en mi retorno del paseo. Contemplo sus toldos, sus macetas, sus lámparas de papel, sus paredes en tonos cálidos. Intuyo que allí vive gente feliz

Ahora se ha puesto de moda vender bajos como si fueran viviendas, en lugar de tiendas. En uno de ellos, en la calle de Santa Rosa, vive una mujer atractiva que mira a los paseantes sentada en el bordillo. Fumando. Le tengo prohibido orinar allí al señor Gris.. En su persiana alguien ha escrito "el amor".

No soy partidario de los graffitis. Pero ese me encanta.

La tierra de la niebla


Este fin de semana, en la tierra de la niebla, el hombre del saco me enseñó a cortar espinacas en lo alto de una sierra a sus ochenta años, con el sol de noviembre en plenos rostros y el tenista aguantando las bolsas del Caprabo para depositar la verdura. Hace meses, ese campesino labró una esquina de sus olivares, lanzó unas semillas, llovió, brotaron los vegetales, y gracias a eso podremos ser Popeye todo el invierno.

En la granja de los caballos, mi madre seguía tierna conmigo -después de la tormenta de hace semanas. Me pidió que le ayudara a llevar unas cajas de almendras a la despensa del tercer piso. Puso su mano en una de las asas, para hacer el traslado a medias, y le dije que se apartara, que para eso estaba el forzudo de la familia. Al llegar al segundo piso estaba arrepentido de mi ataque de potencia física. Y más cuando pensaba que sólo se trataba de una caja. Faltaban tres más. Entretanto, el tenista escuchaba en la terraza una grabación magnetofónica que le hice a mi abuela a finales de los ochenta, y que hasta ahora no me había atrevido a entregarle. Después de diez años de su muerte, oía la voz de su madre de nuevo. Y sonreía.

Luego paseé en solitario por los márgenes del canal de riego. Los campos de cereales estaban segados y las tórtolas saltaban entre los tallos detectando restos de grano. Me giraba de vez en cuando buscando la sombra del señor Gris, para que no perdiera mis pasos. El pequeño Hayden todavía no entiende que el perro está en el cielo. Dice que se quiere morir para jugar con él. Le expliqué que no hace falta morirse, que le vi hace unos días sobre una nube, cerca de su parque infantil en el paseo. El animal estaba dormido. Le silbé, le llamé, pero el señor Gris se dio la vuelta y siguió soñando, porque estaba tranquilo allí, entre algodones.

-De veritat tio? De veritat?

Pasé frente a la clínica del hombre que cuida animales. Quise entrar para darle las gracias otra vez por lo sensible que fue con el señor Gris -en su final-, pero tenía multitud de clientes. Le miré a través del escaparate. Sigue con su mirada de buen tipo de cuando compartíamos vivienda en la etapa universitaria. Pero ha desaparecido su mata de pelo. También la del biólogo, que dormía en la habitación del fondo en ese piso sobre el río. Nos hacemos viejos. Me gustaría tener un reencuentro con ellos, cruzando el puente de Ripollet, en busca de fiesta. No como la de aquellos tiempos; algo más ligero. Cenar, recordar, sentir, mirarnos, sonreírnos. Que una chica nos invitara a cantar a coro.

PD: Si puede ser la chica de los ricitos, que se parece tanto a Dawn Landes -aunque con el cabello ensortijado- mejor. Es la mejor viola de la ciudad.

Gigantes


Siempre tengo el temor de acabar como ese chico vagabundo, de edad indescifrable, que ha montado su despensa en la salita para fumadores del drugstore David. Allí esconde sus bebidas en la bandeja de salida de la máquina de refrescos, para sorberlas frías. Guarda su comida tras un panel publicitario en la pared, que ha agujereado por una esquina, como una ratita. Desconozco si tiene estudios y no ha encontrado las oportunidades para introducirse en nuestro sistema vital. No sé si acaba de salir de la cárcel, o si es adicto a los hongos alucinógenos. Parece sano, con su gorrita de béisbol, su plato y sus cubiertos de plástico con los que cena, con el periódico ADN desplegado en la mesa mientras destapa el frasco de lentejas y las mezcla con tomate fresco. En su condición desarraigada, parece un gigante. Un ser digno. Me gusta mirarle un instante, sentado en su taburete, de espaldas a los paseantes, cuando entro en el hipermercado Mercadona.

Este domingo homenajearon a Roberto Dueñas en el Palau Blaugrana. Su rostro es poco simétrico, algo deforme. Pero tiene esa mirada que parece buscar siempre a una niña que se ahoga en un pantano, para salvarla, al contrario de Frankenstein. Unos ojos bondadosos. Tomó el micrófono con su traje estrecho y la voz emocionada para agradecer en un perfecto catalán -es madrileño- que le hubieran dejado triunfar en ese recinto. Mide 2,21 metros, pero no es un gigante por eso. Lo es por su humildad.

Hace pocas semanas Pasqual Maragall admitió que tenía un principio de Alzheimer, con esa misma mueca socarrona en los labios con que anunció los Juegos Olímpicos para Barcelona en 1987, o con que sonrió a mi madre cuando la saludó en un encuentro casual. Ella siempre ha recordado ese momento con cariño. A él le va costar acordarse de eso, incluso de instantes más íntimos. Me gusta Maragall desde siempre, porque sus biógrafos cuentan que es tímido, como yo (en una ocasión, su servicio de seguridad puso una mano en mi objetivo fotográfico cuando pretendía retratarle para un periódico mientras tomaba una copa -no conocía entonces los falsos rumores acerca de su alcoholismo, ni intuía que poco después encontrarían a uno de sus hermanos muerto en una plaza por sobredosis de drogas). Hace veinte años que me parece un gigante. Más con esa confesión íntima. Et desitjo molta sort.

Hay gigantes anónimos, como Peret. No es el cantante. Es un campesino de la tierra de la niebla, con una hija disminuida psíquica y al que el ayuntamiento le expropió la casa y los campos de frutales para agrandar una cárcel. Le otorgaron a cambio, en una ceremonia macabra, un piso oscuro sobre el Caprabo, con rejas en las ventanas. Aún así, sigue arqueando los labios para dibujar una sonrisa bajo su bigotillo plateado mientras hace desaparecer una paloma ante la mirada desorbitada de los niños, ejerciendo de mago. Y su eterna niña María aplaude como el primer día. Es un gigante.

Thaís me llamó por teléfono esta semana pasada. Escuchaba su voz dulce por primera vez. Ahorró dinero para llamarme llorando porque había perdido su trabajo que le permitiría regresar a Barcelona algún día, para ver a su chico catalán y a mí. Pero no se va a hundir. Seguirá dando clases de castellano gratis a los niños de Bauru, estudiando biología, intentando ingresar como azafata en una compañía aérea. Lloraba porque es gigante, y no le duele haber perdido esa batalla. Va a seguir luchando entre zafarranchos imprevistos.

Finalmente, me senté a comer una tortilla con patatas, este fin de semana, ante la mujer elegante. La escuchaba hablar y, a medida que fluían sus historias, yo me hacía más pequeño a su sombra. Me contó su vida complicada. Sigue luchando, como siempre ha hecho, mientras banalizaba la charla describiéndome los reflejos del mar en la piscina sobre el auditorio del edificio donde trabaja. Sólo los gigantes de verdad disfrutan de esas vistas cenitales.

Los grandes podrían vernos como si fuéramos hormigas, y aplastarnos. No lo hacen. Lo son por eso, por detener su pie enorme, y agacharse para hablarnos. Para intentar contagiarnos su fuerza. Pasa lo contrario con los enanos, pero de esos no hablaré porque son prescindibles.

PD: Este domingo, Rufus Waingright actuó en la ciudad. No pude acudir con Ilse por mil motivos. El día en que coincidamos en un concierto me va a entrar tortícolis, mirando a esa gran mujer en las alturas.