Escenas de Navidad

1. La señora Sofía se arremangó la blusa para cocinar en estas Navidades, sin mostrar arrepentimiento ante nuestras nuevas cinturas de embarazados al levantarnos de la mesa el último día.

2. El tenista se llevó al pequeño Hayden a rezar al pasillo, mientras los demás escondíamos -a cámara rápida como en las películas mudas- sus regalos bajo el Tió. (Es una tradición navideña catalana. Consiste en un tronco de árbol con cuatro patas de madera y un rostro sonriente de cartón o pintado directamente en el leño. Los niños deben alimentarlo durante jornadas para que les expulse regalos en Nochebuena por la parte trasera, después de darle bastonazos en el lomo y cantarle una canción tradicional. En la granja de los caballos hay un pequeño problema: el niño me llama "tío" en castellano, y cuando le dicen que pronto va a cagar obsequios el Tió me mira con exigencias.)

3. El señor Gris se dejó fotografiar con astas de reno, el pobre.

4. El hombre sin suerte me dejó plantado en la puerta de la discoteca multicultural a dos grados bajo cero la víspera de San Esteban, ante mis expectativas de fiesta salvaje. De todas formas, entré.

5. El día 24 salí a caminar con el señor Gris, como cada tarde. Había niebla alta que -fácilmente- se confunde con nubes bajas. Encontramos un campo de frutales desnudo de hojas. Quedaban manzanas granny smith, pendientes para siempre de recolección, que decoraban los árboles como si fueran de Navidad. Es mi fruta preferida, y la del perro. Así que compartimos una jugosa pieza recolectada en pleno diciembre. Masticamos sin cerrar la boca, con ninguna educación, emitiendo vapor como si fuéramos dragones mansos.

6. De regreso a la granja de los caballos, una bandada de veinte cigüeñas sobrevoló un buen rato nuestras cabezas, dibujando círculos. Desconozco las costumbres de esas aves, pero intuyo que buscaban a alguien a quien traer recados de París. Sin que el animal se diera cuenta, levanté la mirada y le señalé a él. Si nos hubiera vigilado un escuadrón de buitres carroñeros a la caza de comida fácil habría mostrado la dirección al infinito, para despistarlos en nuestro retorno al hogar y a las fiestas navideñas que seguían teniendo lugar tras sus muros.

7. Este diciembre, formulé más felicitaciones de las que recibí. Para compensarlo, a mi vuelta a la metrópoli encontré el mensaje que una mujer desconocida me dejó por equivocación en el contestador del teléfono fijo: "¿Dónde estás Elena? ¿Que no estás en casa? Bueno, bueno... Oye te llamo desde la montaña. Era para felicitarte las fiestas. ¿Dónde estás? Ya me dirás algo. Un abrazo".

Musicales

A partir de mañana comienzan a alargarse los días y a acortarse las noches. Los meses de tinieblas me entristecen tanto el ánimo que necesito estimulantes. Uno de los mejores es contemplar un musical.

En cine recuerdo la inyección de energía que me proporcionó All That Jazz (1979), de Bob Fosse, con el coreógrafo Joe Gideon (Roy Scheider) gritando -con el cigarrillo entre los labios- al levantarse cada mañana de la cama y mirarse al espejo: "Comienza el espectáculo". La de Guys and dolls (1955) de Joseph L. Mankiewicz. La de Cantando bajo la lluvia (1952) de Stanley Donen y Gene Kelly. Especialmente la de Moulin Rouge (2001) de Baz Luhrman. (Nicole Kidman y Ewan McGregor llevan cinco años cantando en mi cerebro.)

En teatro, me animó acudir a El Mikado (1986) de Dagoll Dagom, o a Chicago (1996) de Coco Comin. Desde entonces no había asistido a un musical en directo.

El domingo pasado, la bruja japonesa Katisha me convidó a su función en una ciudad a medio camino de la tierra de la niebla. Debí ejercer de Supermán para llegar a tiempo a la estación de trenes y montarme en el último convoy. A través de la ventanilla descubrí poblaciones desconocidas, con urbanizaciones recientes agarradas al paisaje y patos pavoneándose en los ríos. Era bucólico.

Llegué con una hora de adelanto, y recibí en el teatro el sobre con la invitación. Fila 10, butaca 6. El mejor sitio y de manera gratuita. Para gastar el tiempo, caminé por las calles magníficas adornadas de Navidad y con los comercios abiertos en jornada festiva. En una tienda, vi una bufanda naranja -como su cabello irlandés- y la robé para regalársela al terminar el espectáculo.

Me senté al lado de una chica que asistía a la sala en soledad como yo, y abrí unos ojos como dianas para disfrutar de Katisha, Yum-Yum, Nanki Poo, Ko-ko... de sus voces magníficas en el musical oriental creado hace 120 años. El nuevo El Mikado, de Dagoll Dagom, vale mucho la pena. Lo vi hace tiempo en otra versión, con otros intérpretes. Y lo he revisitado ahora que lo interpreta gente fresca, nueva, que va a dar que hablar próximamente. Explicaré en el futuro que regresé a Barcelona con ellos en el carromato de la compañía una noche de diciembre de 2006. Era el único occidental entra tantos japoneses en quimonos de colores.

Ahora camino como Ko-ko. Expando lateralmente las piernas a derecha e izquierda, de viaje a la compra del pan. Y adiestro al señor Gris para conseguir lo mismo, pero a cuatro patas. Los musicales mejoran el ánimo, como deberían afirmar todos los manuales de psicoanálisis.

Siempre la llamo mocosa porque es joven. Pero va a comerse el mundo. Al menos, lo intentará. Es una gran artista. Una Katisha genial.

Gràcies per tot plegat.

Meme

Violette Moulin me ha propuesto hacer un meme. He tirado fuerte de la cuerda que levanta sobre mi coronilla el interrogante de cartón que llevo cosido en la espalda de todas mis prendas. Al principio he pensado desconcertado que se trataba de una invitación al contacto social o, acaso, carnal. Pero, al seguir leyendo, he descubierto que es un juego entre redactores de blogs. Consiste en tomar el primer libro que tengas a la derecha de la librería, que recorras sus páginas hasta alcanzar la 123, que busques la quinta línea y que copies el párrafo siguiente.

Curiosamente, alineo los tomos que no me gustan en esa banda del mueble. A la izquierda, en cambio, me resulta más fácil acariciar los lomos de mis lecturas preferidas Allí está Middlesex de Jeffrey Eugenides, regalo de Ilse. Rojo y negro de Sthendal (a la que tengo mucho cariño, porque la compré en edición barata en un supermercado una tarde en que andaba triste y necesitaba mejorar mi ánimo). El americano impasible de Graham Greene -mi favorita-, aunque su página 123 no invita a leerla.

Hay otras novelas que recuerdo con cariño pero que se quedaron a dormir en bibliotecas ajenas, tras entregarlas -sin poner plazo de devolución- para compartir emociones: El enamorado de la osa mayor de Sergiusz Piasecki, Ven, amada mía de Pearl S. Buck, Desayuno en Tiffany's de Truman Capote...

Pero se trata de coger el de la derecha. Voilà: Cría moderna y rentable de los caracoles de Patrick Mioulane. Lo malo es que tiene sólo 126 páginas y en la 123 pone "índice". No sirve.

Tomo el que se apoya en él: La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber. Tiene una página 123 en condiciones. Recorro con mi índice las líneas hasta alcanzar la quinta y copio el párrafo siguiente:

"La divina gracia -siendo inmutables los designios de Dios- es tan inadmisible para el que le ha sido concedida como inalcanzable para el que le ha sido negada".

Si pudiera hacer trampas y elegir un libro sería La tregua de Mario Benedetti. Me lo recomendó la chica de los ricitos, a quien quiero mucho aunque no hayamos firmado contratos de amistad. He leído esa novela mil veces.

La página del meme diría (si fuera el libro más a la derecha):

"Domingo 4 de agosto

Esta mañana abrí un cajón del armario chico y se desparramaron por el suelo una cantidad imprevista de fotos, recortes, cartas, recibos, apuntes. Entonces vi un papel de un color indefinido (es probable que en su origen haya sido verde, pero ahora tenía unas manchas oscuras, con la tinta corrida por viejas humedades para siempre resecas). Hasta ese momento no recordaba en absoluto su existencia, pero en cuanto lo vi reconocí la carta de Isabel".

Recomiendo ese librito delgado que ha editado Alianza en formato bolsillo. Es tierno y duro como ninguno y se lee en un par de noches.

El meme dice que debes pedir a otras personas que sigan esta cadena de publicar en los blogs un párrafo de la página 123 del libro más a la derecha en las bibliotecas.

No serviría como profesor, porque no me gusta obligar a nada. Pero hay una persona que escribe muy bien y hace tiempo que no nos regala ningún texto suyo: Ilse (diario de una gafapasta wannabe). Le paso el meme el día en que las cosas le van a salir bien. Ya lo verás.

Psicofonía

Estoy leyendo Breve historia de los que ya no están, de Kevin Brockmeier. En la novela, existe una ciudad etérea donde permanecen nuestros difuntos mientras alguien les recuerde en tierra firme. Disponen de parques, comercios, periódicos, amigos, oficios... en su espera a que fallezca el último ser vivo que todavía reconoce su rostro en el álbum familiar. Desconocen qué va a ser de ellos a partir de entonces. Entretanto se acomodan a su segunda vida, mientras les piden -con añoranza- noticias de nuestro mundo a los recién llegados.

"En Bristow havia fet de cobrador en un peatge durant gairebé quaranta anys, però no li havia agradat mai [...]. Havia passat hora punta rere hora punta, dia rere dia, observant les cues del trànsit i imaginant-se que era un restaurador d'èxit. Va ser el somni de tota la seva vida. Així, quan va morir, si fa no fa només un any abans de l'atzagaiada del virus, va decidir obrir un restaurant -res de pretenciós, només hamburgueses, chile i patates al forn, la mena de lloc on et poden servir esmorzars durant tot un dia".

Me gusta ese punto de partida porque siempre he sentido nostalgia por los que se marcharon. Pienso a menudo en la silueta gigantesca del hombre que apareció en el marco de la puerta de su casa en Düsseldorf después de que su hija llamara al interfono del jardín. Tuvo que sujetarme del brazo cuando inicié la carrera en busca de un tren de retorno a la tierra de la niebla. La primera impresión fue equivocada. Era un tipo amable, con un cuerpo de talador de árboles que no necesitaba para ejercer de abogado. Me entregó tembloroso una copa de licor para que todo fuera más ligero en las presentaciones, y luego nos convidó a una cena de nochevieja junto al Rhin -eternamente recordada por mí- en la que discutimos sobre la obra de Thomas Mann con la pobre chica de traductora, sin probar bocado. (Danke herr Rückels.) Murió al poco tiempo, y -no sé por qué- cada año me visita su recuerdo en cualquiera de las doce uvas.

Tampoco deja de visitarme la gruesa sombra de la señora María secándose la mano derecha en el delantal para tendérmela en buenas condiciones. Las de unos pocos compañeros de escuela que describieron mal una curva con la moto, o les salió un granito en la frente que resultó fatal o que pasaron una soga sobre la viga de una granja. La del hombre que me hizo tener ganas de escribir, cuyas venas frontales se inflaban en los enfados hasta que estallaron definitivamente.

Apenas falta gente en mi familia: los abuelos, un pobre primo y un tío. Por eso siento tristeza ante los difuntos ajenos. No debería escribir sobre esto, porque no le he pedido permiso a la persona que me contó el suceso. Pero pienso que no le va a molestar: es una manera de recordarlos para que habiten en la ciudad etérea de la novela de Brockmeier. Sus padres se estrellaron en coche y, al sedimentar la cortina de polvo tras el golpe, quedó a la vista un piso de alquiler (repleto de objetos de toda una vida que habían pasado de cotidianos a nostálgicos en un instante) que sus hijos han debido vaciar deprisa ante las exigencias del arrendador malnacido. Así ha pasado sus últimos fines de semana esa persona: rellenando cajas de cartón con lo que fue su vida hasta entonces. Ella siempre le pone al mal tiempo buena cara, y tiene la extraña costumbre de reír y hacer reír. Pero ignoro cómo le ha ido por dentro en esas horas de mudanza.

Desde mi último traslado de piso, procuro que todas mis pertenencias estén perfectamente clasificadas en compartimentos estancos por si alguien las hereda de manera imprevista. Vivo en un apartamento de espacio reducido y eso me obliga a hacer periódicas purgas entre lo prescindible y lo imprescindible. Al final, he aprendido a guardar sólo aquello que me llevaría a una isla desierta; que sigue siendo demasiado. Antes era un trapero y lo conservaba todo. Pero los tiempos cambian y a nadie le va a interesar, dentro de treinta años, un recorte de periódico de 1988.

En la última depuración, encontré una cinta de cassette sin etiquetar. La puse en el reproductor y por los altavoces apareció nítida la voz de mi difunta abuela, como en una psicofonía inesperada. Era una entrevista que le hice hace más de veinte años, cuando soñaba con ser periodista. En ella cuenta su infancia, las cartas perfumadas de sus pretendientes, lo guapa que había sido...

Murió nonagenaria en 1997 -todavía coqueta-, sintiéndose la gran dama de la granja de los caballos. Su recuerdo sigue impregnando las habitaciones de la casa. A mi madre no le hace ninguna gracia observar sus fotografías porque no se llevaban bien. La anciana pretendía para su hijo una esposa que no fuera campesina, ni altiva, ni atractiva (para guapa ya estaba ella). Se encontró con todo lo contrario. La convivencia fue tremenda, y recuerdo el vuelo de platos en el comedor estrellándose contra la pared.

Quería a alguien sumiso y la señora Sofía tiene carácter. Al señor Gris nadie le mueve del sofá de la sala de estar, aunque llames a la policía. Pero aparece ella, le mira con el rabillo del ojo y se convierte en un corderito manso que se marcha a dormir al frío suelo del pasillo. Sucede lo mismo con los árabes que han invadido la tierra de la niebla sin preguntar si eran bienvenidos. Campan a sus anchas por las calles armando bronca. Mi madre abre la puerta de la calle, cuando está cansada de escuchar sus plegarias en altavoz. Les mira y le piden automáticamente "perdón por el ruido, lo sentimos".

En estas Navidades, me da miedo regalarle al tenista la cinta magnética. Ellos (madre e hijo) se querían mucho y sé que para él será enternecedor escuchar esa voz tras casi diez años sin hacerlo. Pero la señora Sofía es capaz de hacerme dormir en el frío suelo del pasillo junto al pobre señor Gris. Creo que se la voy a entregar como en las películas de espías. La depositaré en una papelera de la estación de autobuses, con una nota: "Escúchala a escondidas en mi dormitorio de la tercera planta, sin que se entere".

La iaia debe estar a estas horas en una de las peluquerías de la ciudad de los difuntos, riéndose de todos nosotros por seguir cautivos de los mundanales problemas, sin saber lo que nos perdemos allá arriba o allá abajo.

Pausa invernal

El señor Gris ha recuperado su aspecto saludable de antes. Ha adelgazado y camina de nuevo a cuatro patas (como Dios manda en los cuadrúpedos) gracias al tratamiento caro que pagan los Hayden. Lleva el cuerpo rapado porque los nudos habían formado trincheras en su pelo largo, aunque la peluquera le respetó la pelambrera de la cabeza y ahora es un leoncito. Se le nota renovado.

En estas recientes vacaciones de cuatro días le llevé a recorrer caminos de campo eternamente encharcados; y a jugar al escondite, con el pequeño Hayden montado en bicicleta, en el laberinto del parking donde mi padre guarda su coche. El niño se moría de risa cada vez que le sorprendía en una esquina e intentaba agarrar la capucha de su chaqueta, mientras apretaba los pedales para escapar de mi acoso y refugiarse tras el chaquetón de invierno del tenista. El perro trotaba feliz tras la secuencia cinematográfica, como un bobito.

Entre la niebla, también caminé solo y escuché mi programa de radio favorito. Lo emitía el tractor aparcado de un campesino que podaba sus frutales. Salían voces familiares del aparato que me recordaron que lejos, al este, existe una metrópoli a la que debería regresar de nuevo tras esa pequeña pausa.

Huir

Tengo cuatro días para escapar de los cepos de la metrópoli que intentan agarrarme las piernas en mis paseos diarios. Huiré hacia las nieblas del oeste. Allí escucharé el silencio que habita entre las ramas ya desnudas de los manzanos. Le propondré un partido al tenista. Olfatearé las cacerolas, sentado en el mármol fresco de la cocina (como un gato descarado), mientras le pregunto a la señora Sofía a qué hora se come. Me presentaré en la clínica del hombre que cuida animales, para exigirle noticias de su nueva novia. Esperaré la llegada de los Hayden el viernes para sentirme arropado después de tanto tiempo. Intentaré ser feliz. Es todo.

Rogativas

Para que no se convierta en rutinario, quise hacer una leve variación en el trayecto de regreso a casa desde el Turó Parc. Ascendí por la calle Calvet, hasta alcanzar la vía Augusta, para dejarme caer desde allí en parapente entre las copas de los árboles de Santaló.

El señor Gris se asustó cuando se abrieron de repente tres portaladas de un edificio de piedra gris, para expulsar a la acera a una multitud de personas de diferentes edades con apariencia de felicidad. Pensé que se trataba del final de una sesión de cine hasta que, enmarcado en una oquedad, vi un crucifijo de madera en un muro.

Era la salida de la misa de las nueve de la iglesia de Sant Antoni de Pàdua. Los fotogramas con matrimonios maduros y sus hijos adolescentes, con parejas recientes y sus bebés, con esposos ancianos que sólo se abrazan cuando están en público, con amigas del instituto de melena oxigenada, con criadas sudamericanas que aprovechaban el final de su jornada en los duplex enormes de los señoritos para rezarle al buen Dios que las trajo acá... se proyectaron ante mis ojos.

Cuando Pilar Miró dirigía Televisión Española emitían cine de calidad en la sala de estar de los hogares, organizado en ciclos coherentes. Incluso se atrevían con las antiguallas del cine precursor en blanco y negro y sin sonido. Recuerdo la curiosidad antropológica de La salida de la misa de doce en la iglesia del Pilar de Zaragoza (filmada un 11 de octubre de 1896 por Eduardo Jimeno, con sus 651 fotogramas). Este domingo se repitió ante mis ojos, ahora en color y dialogada.

Poco ha cambiado en esos ciento diez años que separan ambas salidas. Creía que la asistencia a misa era un acto trasnochado. Pero comprobé que en los barrios altos no es así, y sigue tratándose de una costumbre marcada en las agendas o en los calendarios de pared. Sus habitantes tienen motivos para adorar a ese ser supremo que les permite vivir en unos apartamentos de doscientos metros cuadrados que requieren la visita periódica del diseñador de interiores, del portero uniformado en el vestíbulo y de acomodadores que les ayuden a encontrar con linterna el sofá frente al fantástico televisor de plasma.

De pequeño creía en Dios. La señora Sofía era la responsable de la catequesis en nuestro barrio de la tierra de la niebla, aunque ella no es muy católica. Nos hacía sentar entorno a la mesa de fórmica de la cocina para pedirnos que dibujáramos a las divinidades, tras contarnos cuentos de la Biblia. Uno trazaba un pollo con las alas extendidas y afirmaba que era un ángel anunciador. Otro pintaba un beattle con pantalón acampanado y aseguraba que era Jesús. El más inocente hacía una casita con chimenea manteniendo que era la casa del Señor. A mí me gustaba pintar con el color verde.

Nos bastó para superar el trámite de la comunión disfrazados de capitanitos con galones en las hombreras o de novias precoces. Poco a poco, sin darme cuenta de ello, fui alejándome de esas creencias religiosas. Ahora que lo analizo, encuentro varios motivos:

Uno. Por más que rezaba, la pequeña Mónica no me hacía caso.

Dos. Un hermano de La Salle nos castigaba con el peculiar método de compaginar los azotes en el trasero con masajes y apretones en esa zona. Hoy sería denunciable.

Tres. No quería ser monaguillo, pero me obligaron. Era demasiado bajito para llevar esa alargada túnica blanca. Un domingo, en misa de doce, atrapé con mi zapato la parte baja del faldón subiendo las escaleras después del repartimiento de las hostias y recibí la última. La abarrotada platea se partió de risa.

Cuatro. Tuve un profesor de filosofía en el instituto, ex religioso, que me enseñó otras maneras de entender el mundo. Su nombre es Ignasi Culleré y le doy las gracias, a destiempo.

Cinco. La persona más bondadosa que conocí jamás es atea. Se llama Peret, como el cantante. Combatió en guerras y, seguramente, acabó con alguna vida enemiga. Pero su filosofia vital me apasiona desde pequeño: inventa trucos de magia y filma amaneceres de flores para su hija disminuida psíquica. A ella ha dedicado su vida que ya se acaba. También, y especialmente, merci beaucoup.

Me considero ateo. Pero no me importa declarar que visito algunas veces la capilla del Sant Crist de Lepant, en la catedral de Barcelona. Es una talla de madera que portaba la nave capitana en la batalla de Lepanto (1571). Cuentan que ante el avance de un proyectil turco se ladeó, milagrosamente, para esquivarlo. Ahora es la de mayor culto en la ciudad. Los más necesitados afirman que si le pides un deseo factible te lo concede.

Le he pedido un piso en el Turó Parc repetidas veces. (Me mantengo en espera.) A cambio le prometo asistir semanalmente a misa en la iglesia de Sant Antoni de Pàdua, y arrugar la nariz ante los descreídos peatones con perro que encuentre a la salida.

Ponette y el espectador imantado

El anuncio de un acto conmemorativo del centenario de la publicación de Horacianes de Miquel Costa i Llobera detuvo mis pasos frente al Ateneu Barcelonès antes de la cena. No conozco la obra, ni al autor. Pero la posibilidad de penetrar en las entrañas del desconocido -hasta entonces para mí- palacete neoclásico Savassona me animó a despeinar mis cabellos, hacer cabalgar mis gafas en la punta de la nariz e introducirme entre sus muros mientras entrecerraba los ojos y dibujaba una mueca intelectual en mis labios.

Una mujer tocaba el arpa y una muchacha declamaba versos en el balconcillo del primer piso, mientras cincuenta testas canosas dibujaban ochos en el aire. A pesar de que los asistentes estaban ensimismados y no se fijaban en mí, no me atreví a colarme como un gato forastero en las dependencias y buscar el famoso jardín romántico del recinto, el antiquísimo ascensor diseñado por Josep Maria Jujol o la biblioteca del primer piso con pinturas de Francesc Pla.

Me senté en la última fila de sillas plegables -vacía-, cerca de la salida. La joven declamaba enfatizando la voz y mirándonos en trance:

"Siau qui sou; mes no atiant vells odis
de raça, ni amb emfàtiques
declamacions lloant tot lo que és vostre,
fins les mateixes úlceres ...
"

Nadie hacía la ola tras cada verso, nadie agitaba la bufanda. La intérprete arrancaba notas del arpa y era el único sonido en el silencio.

"Siau qui sou: mes no us tanqueu, ombrívols,
dins una llar històrica
sens horitzons. Volau sobre les terres
enfora, amunt com l'àguila!
"

No era el acto más vigoroso que tenía lugar a esas horas en la ciudad (platos titineantes en las bandejas de los restaurantes para turistas tras el "oído cocina", carreras de motos en la avenida Diagonal con el tubo de escape amañado, discusiones entre vecinos, relaciones sexuales transmitidas en home cinema...), pero tuvo su encanto en los primeros diez minutos. Después, me entretuve unos instantes en contemplar y detectar las telas de araña en la bóveda del patio, hasta que decidí marcharme. Justo en ese momento, una voluminosa dama se sentó a mi izquierda -a pesar de que había otros asientos libres- taponándome la salida.

"Ella ama el niu de les maternes roques,
però amb gran vol arranca-s'hi
i, travessant mil horitzons, domina
espais de llum esplèndida.
"

Siempre he sido un imán para las mujeres de cierta edad. En el ómnibus 39 abundan las butacas vacías, pero prefieren acompañarme en el trayecto para regalarme codazos en las costillas mientras buscan mil cosas -una tras otra, y no al mismo tiempo- en las bocas oscuras de sus bolsos de mano. En el metro no tomo plaza de asiento, pero siempre hay alguna abuela que me elige para que la defienda de los frenazos. En la cola del supermercado les encanta pegarse a mi espalda porque así les parece que llegarán antes a la caja; y me obligan a oler su perfume excesivo y a escuchar, con todo lujo de detalles, sus historias de operaciones de vesícula o de extirpaciones de quistes. (Voy a escribir con tiza en todas mis chaquetas oscuras: "Soy hipocondríaco".) En la playa siempre busco el rincón más alejado de la multitud, a riesgo de que las gaviotas me roben el bocadillo. Cierro los ojos un momento, y al abrirlos tengo a una matrona en cada punto cardinal de mi toalla haciendo calceta.

En el Ateneu Barcelonès no era diferente. Habría podido saltar con pértiga las regordetas piernas de mi acompañante, o pedirle permiso para que me dejara pasar, o simular un ataque de angustia. Pero la solemnidad del acto me obligó a la paciencia. La señora buscó algo difícil de encontrar en su bolso, frotando su codo en mi costado, hasta que extrajo un bomboncito y lo paladeó escuchando:

"Per planes, mars, abismes i muntanyes,
amb vista potentíssima,
tantost afina desitjada presa,
impetuosa llança-s'hi
de la regió del llamp. Mes no trasmuda
d'essència l'au indòmita.
"

Recuerdo que, hace diez años, el cine de la ciudad universitaria dedicaba la sesión de última hora de los miércoles a exhibir cine de autor. La sala acostumbraba a estar vacía, como esa noche. No se contaban más allá de media docena de espectadores. Proyectaban Ponette de Jacques Doillon. Había leído en las críticas que se trataba de una película lacrimógena, así que busqué una butaca en el extrarradio porque tengo tendencia a emocionarme. Se apagaron las luces y, mientras leía los títulos de crédito, una señora avanzó por el pasillo. Se detuvo en mi fila, caminó por ella dejando a su espalda una decena de sitios vacíos y se convirtió en mi vecina. Lloramos juntos, cada uno con sus kleenex. La cinta narra la muerte en accidente de la madre de una niña de cuatro años, y la obsesión de la pequeña Ponette (interpretada por Victoire Thivisol -Copa Volpi a la mejor actriz en el Festival de Venecia de 1996) por reencontrase con su progenitora. Sólo la hemos visto cuatro gatos, a pesar de que es magnífica. La compré en vídeo poco después. Y, cuando la revisito a menudo, tengo la precaución de cerrar mi puerta con doble vuelta de llave para que no entre en mi apartamento ninguna inquilina del edificio. Llorar siempre sienta bien: limpia los lacrimales y el alma. Pero a los tímidos nos gusta hacerlo en la intimidad.

Sin posibilidad de escapada del Ateneu para ver -puntual- el episodio de Porca Misèria en televisión, la narradora prosiguió:

"Ans bé, de tot lo que trescant aferra,
gustant-ne fibres íntimes,
se n'assimila la potència, i torna
cap a son niu més àguila.
"

La gente joven tampoco es reacia a mi magnetismo, y parece que quieran abrazarme como en un anuncio navideño. En las colas para pagar acostumbro a guardar una distancia de, al menos, veinte metros con la persona que me precede. (En los supermercados deberían poner cintas en el suelo para exigir que se respete el turno, como hacen las entidades bancarias.) Hace poco, en un quiosco de la estación de ferrocarriles de Sants, esperaba pacientemente a que me cobrara la cajera cuando la muchacha italiana que me antecedía comenzó a contornearse y a dar volteretas en el aire para intentar abrir la cremellera de la pesada mochila a su espalda. Dio unos pasos atrás, directamente hacia mí, y no supe alejarme a tiempo. Buscaba un secreto en el bolsillo de su bolsa de viaje, pero se quedó con su manita ejerciendo de nido para mis genitales. No recuerdo quién enrojeció más deprisa.

Los aplausos no faltaron al final de la velada conmemorativa del poemario Horacianes. Salí por piernas en busca de un ómnibus que me permitiera regresar a tiempo al hogar para ver mi serie favorita. En la parada había tres señoras mayores aguardando. Las miré intentando adivinar cuál de ellas sería la más rápida para convertirse en mi acompañante de trayecto.