Trendy

Un partido del Barça desplazó de la parrilla televisiva la serie más lograda -a mi entender- de la historia de TV3: Porca Misèria. En ella, un coro de urbanitas entrecruzan sus vidas para dibujarnos un fresco de la sociedad elitista moderna. Un guionista de late shows (Joel Joan), una bióloga que trabaja en un laboratorio de investigación (Anna Sahun), un bribón de los negocios (Roger Coma -el mejor actor de la sitcom con diferencia), una galerista de arte (Olalla Moreno)... saltan a mi pantalla cada miércoles sin fútbol. También lo hace la mascota de la pareja protagonista. Se llama Misèria y es una marrana vietnamita.

En Estados Unidos hace tiempo que son cool y los habitantes de, por ejemplo, San Antonio (Texas) permiten que sus casas con jardín se conviertan en pocilgas. En Barcelona también han aparecido los primeros ejemplares de cerdos asiáticos ligados a la mano de sus originales propietarios que los presentan en sociedad caminando por la avenida Diagonal, como Rhett Butler mostraba a su hija recién nacida en la Atlanta de Lo que el viento se llevó. Al igual que el canalla secesionista, los barceloneses levantan ligeramente el sombrero de copa diciendo: "Buenos días señora, aquí mi puerco".

Se lo conté a mis padres en la comida del sábado en la granja de los caballos, y se extrañaron de que en la metrópoli se iniciara ahora la vieja tradición campesina de criar un cerdo para sacrificarlo a mediados de noviembre, por San Martín de Tours.

-No es eso, los compran de mascota, como si fueran perros.
-Y me dirás que los tienen en casa, como hacían los antiguos.
-No creo que los dejen aparcados junto al coche. Claro que los entran al piso.

(Mi madre retiró discretamente la botella de vino de mi alcance.)

-Barcelona es un sitio moderno. Ahora hay un hombre que anda desnudo por sus calles. Le denuncian a menudo, pero no hay ninguna ordenanza municipal que se lo impida. Así que sigue tan feliz paseándose sin cubrirse.

(La botella ya estaba en el extremo remoto de la mesa.)

Según las crónicas que he podido leer en los periódicos o escuchar en la radio, es un tipo de unos cincuenta años con una piel exageradamente tatuada; y lleva una argolla en una parte de su cuerpo que, normalmente, quedaría oculta a la vista. Se desplaza velozmente en bicicleta para mostrar su circo ambulante en cualquier barrio y a todas horas.

La gran ciudad es exhibicionista en sus nuevas construcciones de muchas plantas y silueta caprichosa, como la Torre Agbar. Y sus habitantes quieren estar a esas alturas de vértigo moderno adoptando una apostura trendy, que puede confundirse con la simple provocación.

Esta noche, regresando a casa, he visto a una mujer hermosa con el cabello ensortijado junto a los contenedores de un supermercado. Llevaba una bolsa de basura en la mano. No la introducía. Al contrario, la extraía para contemplar su contenido. De detrás de los bidones ha aparecido un tipo encrestado con más porquería entre sus manos. Hace tiempo que conozco los movimientos de esas tribus urbanas cuando cierran el Caprabo a las nueve. A su paso queda un rastro de desperdicios sobre la acera. Son in, y les entusiasma sentirse un modelo de conducta para las nuevas generaciones.

Hace un rato he paseado con una mano en el bolsillo y con la otra intentando que el señor Gris no se entretuviera excesivamente en olfatear un rastro, quizás de cerdo vietnamita. Hemos proyectado nuestras sombras frente al cartel de la película Yo soy la Juani, de Bigas Luna. El director dice adorar esa nueva cultura del tunning, del piercing, de la vida poco más allá del cajero del supermercado o del taller mecánico. Según él es el futuro y debemos aplaudirlo.

No me gustan sus películas, ni su ideario vital de viejo verde. A menudo están a punto de atropellarme los coches tuneados -que tanto ama- con la música a toda potencia, o las tablas de skateboard laminadas en arce canadiense, o las bicicletas desmontables.

¿Cuándo se pondrá de moda simplemente caminar con un libro en el bolsillo? Algo fácil, que no contamina, ni molesta a nadie. Si no aparece esa nueva tendencia, ¿debería plantearme pasear desnudo y con la compañía de un marranito por la tierra de la niebla, o con un coche tuneado y música hip-hop a volumen de reventar mil tímpanos por sus calles cortas? Sería como escampar la mantequilla de las nuevas tendencias sobre la rebanada del territorio del país que no vive a la última. No lo haré; mi cerebro no es tan simple, y no tengo carácter importador.

El marido de la peluquera

Miércoles noche. Escuchaba la transmisión radiofónica del Chelsea-Barça refugiado como un pollito en un portal de la calle Mateu por la lluvia terrible que me alcanzó sin esperarla. Después, debí salir del nido y correr empapado a casa para encender el televisor donde había comenzado mi serie preferida: Porca Misèria. Cuando acabó, puse el transistor para descubrir que mi equipo había salido derrotado de Londres. Queda un partido de venganza para este domingo, contra las fuerzas del mal.

Hoy jueves, al caer la tarde y regresar a mi apartamento con el trabajo cumplido, he visto que mi barbería permanecía abierta. Es de las antiguas, con el cilindro exterior pintado con los colores de la Republique: azul, blanco y rojo.

A diferencia de las demás, una mujer regenta el negocio. Tiene una edad parecida a la mía. No le doy mucho trabajo porque le pido que me esquile al uno con la máquina de provocar cosquillas, mientras hablamos los veinte minutos que dura su labor de los problemas del barrio.

Este anochecer tenía ganas de apariencia hooligan en vistas al partido del domingo entre el Real Madrid y el Barça. He entrado y me ha podido atender. Según le viene en gana, comienza a dejarme calvo por el frontal hasta alcanzar el parietal, y entonces parezco un anciano (aunque me cueste contemplarme en el espejo sin la asistencia de mis lentes graduadas). Según le viene en gana, comienza a esquilarme por los huesos temporales y entonces parezco un moderno. Hoy ha elegido la segunda opción.

-¿Viste el partido de ayer? -me ha preguntado.
-¿El Chelsea-Barça? No, no lo vi. Me gusta el fútbol, pero pasaban Porca Misèria en TV3.
-Yo cerré tarde la peluquería. Lo seguí en un bar mientras me tomaba una cerveza para relajarme. Me gustó.
-¿Te gustó? Pero si perdieron...
-Por eso.

(Ya tiene mi cabeza rapada y ahora me repasa las patillas con una navaja tremenda que hace zip junto a mis orejas.)

-Ya veo que no eres del Barça. ¿Del Madrid?
-Tampoco. No me gustan los equipos grandes, siempre prefiero que pierdan. Soy del Burgos.
-¿Del Burgos? Pero si bajaron de categoría hace años por unas deudas pendientes, creo recordar.
-Sí -sonríe ante mi aportación de hemeroteca mental-, estamos en Segunda B. Y tú, ¿de qué equipo eres?

(Se escucha un zip junto a mis pabellones auditivos.)

-De ninguno, de ninguno. No me gusta mucho el fútbol la verdad -miento.
-En mi casa soy la única futbolera y debo llevarme a mi habitación un televisor pequeño cuando transmiten un encuentro. A mis hijos no les gusta para nada. Al menos así no son del Barça.

(Zip.)

-¿Y a tu marido, le gusta el deporte?
-Ese ya no está. Mejor: era culé.

Prefiero no preguntarle por dónde anda, si en el mundo de los vivos o de los difuntos, mientras la cuchilla brille junto a mi cuello de manera borrosa en el espejo.

-Pronto habrá un Madrid-Barça, ¿con quién irás?
-No voy ni a verlo.

(Zip.)

-¿Y tú?
-Con ninguno, con ninguno. Me meteré en un cine, que ese día estarán vacíos.

Rapado, sin cortes y con aspecto hooligan regreso al hogar con el rabo entre las piernas, esperando el derby, mientras busco en la guía nuevas barberías de siempre por el barrio.

Poetas muertos

De niño, cuando el tiempo era filmado a cámara lenta, había dos fantasmas sonrientes -de estaturas dispares- en la granja de mi abuelo materno. Ocupaban el piso de arriba, donde estaban los dormitorios, y esperaban astutamente a que estuviera solo para sorprenderme con sus vestidos antiguos que variaban continuamente con coquetería. Los mayores no hacían caso de mis reclamaciones y hablaban de fantasía infantil. Hace tiempo de eso. Ni en la adolescencia, ni en la juventud volví a contemplar un desfile de ropa vintage colgada en perchas paranormales.

Ahora, en la edad adulta, el día es tan rápido en la metrópoli que los fotogramas no dan abasto y lo convierten en escenas charlotescas; con autocares cruzándose en la calzada con otros vehículos a motor, especuladores entrando y saliendo del edificio de la bolsa con bandazos mecánicos de cadera, cocineros de restaurantes de menú diario manejando las paellas como si tuvieran el mal de San Vito.

De noche el ritmo es más pausado. Las parejas salen de las casas de comida filmadas con una languidez que les pone nerviosas en su intención de alcanzar deprisa una cama y tomar el postre afrodisíaco. Los taxistas van de pesca entre la neblina con su lucecita verde que atrae a los caminantes fatigados. Los turistas embriagados dan tumbos intentando recordar canciones de gresca hacia su hotel.

Luego la ciudad enmudece y en la madrugada sólo quedan los gatos. Ellos y yo. Antes tenía costumbre de caminar un rato antes de acostarme, hasta que el pasado noviembre se rompió mi llave en el pestillo y me pasé la noche primero en una comisaría de policía auxiliadora y después a la intemperie de otoño hasta que llegara el cerrajero a las diez de la mañana (esperando a que abrieran las puertas del Turó Parc para regar los árboles con mi incontinencia urinaria). Hoy he salido de nuevo a deshoras, después de tantos meses, y me he cruzado con Jesús Moncada. Creo que era él, con su eterna gorrita a cuadros, pero no podría jurarlo.

Antes le tenía muy visto y reconocía sus rasgos faciales, su estatura, sus movimientos, su mirada ensimismada tras los cristales de miope. Pero ha pasado algún tiempo desde que paseaba a diario con su perro sin pedigree bajo mi balcón, en mis primeros años en Barcelona. Observaba, como Dios en las alturas, su frente calva cubierta con prendas británicas, su melenita circundante y su barba campesina. Torrent de l'Olla arriba y abajo, sin horario establecido. Aumentaba mi autoestima ser vecino del excelente prosista, según cuentan los críticos (además, nació en la frontera con la tierra del sol y de la niebla). Algunos incluso manifiestan que es el mejor escritor catalán de las últimas décadas, con poca obra publicada: los libros de cuentos "Història de la mà esquerra" (1981), "El Cafè de la granota" (1985), "Calaveres atònites" (1999); y las novelas "Camí de sirga" (1988), "La galeria de les estàtues" (1992) y "Estremida memòria" (1997). No he leído nada suyo, y tendré que pedirle esos libros al señor Hayden que es fanático de su literatura.

Hacía mucho tiempo que no sabía de sus paseos por el distrito. Primero pensé que se había mudado de barrio; después que había regresado a su Mequinenza natal. Hasta que leí en un periódico que había muerto un trece de junio de 2005. Esta noche, si era él, parecía tranquilo y en paz. Me ha agradado volverle a ver, aunque no nos hayan presentado jamás. Al alejarme, me he girado para preguntarle por el destino de su perro. No había nadie, ni una sombra.

Antes de que amanezca en la ciudad, es fácil cruzar los pasos con seres misteriosos. Contaré algunos casos. (Debo declarar que, las veces en que he tenido estas experiencias, mi mente permanecía lúcida y por mi sangre no corría ninguna substancia perturbadora de los sentidos.)

Hace tres años, en la confluencia de la calle Bailén con Travessera de Gràcia, me abordó una adolescente con vestido liviano de noche de fiesta y las mejillas estampadas con estrellas plateadas de purpurina, a las dos de la madrugada de un lunes del mes de enero. Me preguntó si nos conocíamos del Bar Toni. Sonreí bajó mi gorra de lana para protegerme de las inclemencias del tiempo y le dije que no. Parecía sumamente triste y buscó nuevos argumentos para continuar la charla, pero yo tenía ganas de regresar a casa. Me pidió, al menos, un cigarrillo. Le respondí que no me quedaba tabaco, pero cambié de idea a los cinco segundos. Me giré para ofrecerle un JPS light. La calle era un decorado vacío.

Poco tiempo después, también a altas horas y con la ciudad acostada, en las estrechas aceras de Sant Eusebi escuché pasos a mi espalda. Al volverme, vi a un muchacho con la mirada ahogada en alcohol o en cannabis. Caminaba a un par de metros de mi espalda, al compás de mi paseo. No intentaba adelantarme. Así que, al cederle el paso, no había nadie. Retrocedí para ver dónde se había escondido. El muro de la empresa que ocupaba toda la manzana no tenía puerta de entrada en esa calle.

Finalmente, hace un año me entretuve en mirar la cartelera del cine Verdi en noche cerrada. No había personas alrededor -ni siquiera el sereno-, así que tenía espacio y tiempo infinitos para sentarme a leer los carteles tranquilamente sobre un bloque de hormigón. Estudié las películas y, al levantarme, descubrí a un vecino de banco. Estaba de espalda. Leía un libro grueso y parecía inerte. Me entró el miedo y escapé a mi cama. A media carrera, miré atrás y el lugar estaba deshabitado.

Hoy he saludado a Moncada con la mirada, si se trataba de él. En vida, no era un personaje entregado a exposición pública. Permanecía reacio a aparecer en los medios. Un hombre solitario y modesto, a diferencia de los autores mediáticos. Escribió cosas como:

"Eixiren de les aigües de la vila, que coneixia pam a pam, i va anar descobrint, encisat, el riu que el vell Arquímedes li mostrava i del qual no sabia quasi res. Sempre que baixava als molls, se'l menjaven les ganes d'emprendre viatge amb alguna de les naus".

(Camí de Sirga, 1988)

Jesús Moncada era de la misma estirpe del "poeta invisible" -o el "Sallinger mallorquín"-, Miquel Bauçà; escritor con una visión pesimista de la vida (¿premonitoria?), con cuyo fantasma todavía no me he topado. Murió días antes de su muerte oficial, porque le encontraron en estado de descomposición en un piso oscuro del sur de Barcelona (su escondite desde hacía años). Puedo imaginarme a la policía científica husmeando entre sus libros, y a él observándoles sentado en un sillón orejero, con las piernas tranquilamente cruzadas. Según las crónicas: "Su familia no sabía nada de su vida, ni de su muerte (...). Todo el mundo lo conocía y le admiraba, aunque se ha muerto en la más absoluta de las soledades y en la más triste, o no, de la muertes posibles". Vivía ajeno a todo, con el único contacto con su editor. Escribía cosas como:

"Amics, anit,
perdoneu aquesta petita excitació.
Us he de dir... que he decidit seguir vivint,
vestir-me com vosaltres, correctament,
amb corbata; i, com cal, traçar-me
uns plans dignes, per tota la vida, plens de sentit.
Amics, anit,
ara que encara els meus ulls poden veure
coses belles -gessamins, donzelles, libèl.lules-
i tantes d'altres coses -escenes casolanes,
familiars, escenes de violència-,
anit, doncs..."

(Una bella història, 1962)

Jesús Moncada era de la misma estirpe de José Agustín de Goytisolo, con cuyo fantasma todavía no me he cruzado. Saltó de su ventana, como una hoja caduca o un poema triste, a su calle barcelonesa el diecinueve de marzo de 1999. Era amigo de un amigo mío, a pesar de la diferencia de edad entre ellos. En su pueblo de vacaciones -interior de las tierras del sur- le llamaban José Agustín de whisky solo (las bromas cabronas que te ayudan a sentarte en el marco de un ventanal y jugar al vaivén definitivo). Escribía cosas como (transcribo completo el poema, porque sí):

Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.

Hija mía, es mejor vivir
con la alegría de los hombres,
que llorar ante el muro ciego.

Te sentirás acorralada,
te sentirás perdida o sola,
tal vez querrás no haber nacido.

Yo sé muy bien que te dirán
que la vida no tiene objeto,
que es un asunto desgraciado.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.

Un hombre sólo, una mujer
así, tomados de uno en uno,
son como polvo, no son nada.

Pero yo cuando te hablo a ti,
cuando te escribo estas palabras,
pienso también en otros hombres.

Tu destino está en los demás,
tu futuro es tu propia vida,
tu dignidad es la de todos.

Otros esperan que resistas,
que les ayude tu alegría,
tu canción entre sus canciones.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.

Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino, nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.

La vida es bella, tú verás
como a pesar de los pesares,
tendrás amor, tendrás amigos.

Por lo demás no hay elección
y este mundo tal como es
será todo tu patrimonio.

Perdóname, no sé decirte
nada más, pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino.

Y siempre, siempre, acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.

(Palabras para Julia, desconozco el año).

Debo recordar otra historia antes de acabar. Coincidí por última vez con Jesús Moncada poco antes de desaparecer él de su vida y de la mía, al final de 2004. Nos cruzamos, sin conocernos, junto al contenedor de reciclaje destinado a papeles del norte de nuestra calle. Permanecía allí anclado con su perro a manchas. Dialogaba con una pareja de mediana edad, para ofrecerles la confidencia de que lanzaba al olvido una novela fallida. Me hice el despistado en la esquina y, cuando ellos desaparecieron del paisaje, regresé al receptor de cartones para introducir mi brazo derecho en sus entrañas.

Il camminatóre disperato

El hermano del señor Hayden es un homenot. Conmueve contemplar la montaña de su cuerpo disfrutando de su gran pasión por la música clásica. Podría abrazarte hasta la muerte como un oso pardo, pero prefiere utilizar sus brazos para dibujar el vuelo de un violín en una pieza de Aaron Copland. Rodeo, por ejemplo.

Tenemos los mismos cuarenta y dos años e idéntico estado civil: soltero. Incluso nos parecemos ligeramente en el aspecto físico. Por eso me gusta preguntarle al sargento por la masculinidad de su hermano. "Solo y sin compromiso a esa edad... no sé qué pensar", le digo. Mi padre siempre ríe con ganas esa broma recurrente en las sobremesas del domingo.

El último fin de semana, el homenot vino a comer a la granja de los caballos por primera vez en su vida. Estaba relajado, como de costumbre, a pesar de que le sentaran a mi lado. El tipo me cae bien y no le ataqué a fondo como hago siempre con el señor Hayden. (Es una pena que, a finales de los noventa, mi hermana se equivocara en el proceso de selección de marido -cuya cola de candidatos daba la vuelta al domicilio familiar, se alargaba a la sombra de los muros de las granjas vecinas y se extraviaba entre las fincas de manzanos.)

Me abrigaba compartir soltería con él, hasta que el policía tintineó contra la copa de cava su pistola de nueve milímetros parabellum con carga superior a doce cartuchos para anunciar a los presentes que el homenot tenía -por fin, y quizás definitivamente- pareja. No le creí, hasta que discurrió de mano en mano una fotografía de los recién enamorados sentados frente a una mesa parecida a la un banquete nupcial. (Debo declarar, muy a pesar mío, que la mujer parecía atractiva en la imagen.) Mi broma eterna acerca de su hombría caducó en un instante, y ya era el único impar en la mesa de los festivos (el señor Gris hace pareja con el pequeño Hayden, y no cuenta). Rumiaba en esas circunstancias cuando salió disparado el tapón de una nueva botella espumosa con motivo de las celebraciones, y pude seguir con mirada triste su trayectoria curva hacia las fauces del can que lo apresaron al vuelo, como si fuera una pieza de caza. Se tumbó para convertir el corcho en migas a base de su paciencia y del aguante de la señora Sofía que le miraba -amenazante- de reojo, pensando en que después debería barrer con la escoba los restos de su extrema autopsia.

Quizás sea tiempo de redirigir mi vida. He leído en algún sitio que una mujer italiana de treinta años -llamada, o apodada, Sara Disperata- promete relaciones sexuales de una noche a cambio de un trabajo estable de mil doscientos euros al mes. Ha tenido mútiples respuestas, incluida una extraña de la Santa Sede. Su éxito me ha servido para reflexionar y alcanzar una decisión: ofrezco una única noche de sexo a cambio de pareja estable. Ignoro cómo me gustaría que fuera esa persona. En realidad, desconozco cómo son las damas contemporáneas y qué puedo esperar de ellas. He buscado en un diccionario de sinónimos la palabra mujer, para indagar potenciales pistas; y me ofrece, entre otras posibilidades, el vocablo "ángel del hogar". Claro que la quinta edición que poseo es de 1973, y sería extraño acudir con un ser alado a la granja de los caballos. Los Hayden y mis padres me mirarían con un interrogante sobre sus cabezas y el señor Gris despreciaría los corchos de la fiesta.

Hace tiempo, leí una carta de Josep Pla y pensé que allí radicaba mi ideal de compañera. Es una misiva escrita en los años veinte desde Leeds. El escritor comunica a su hermana Rosa su intención de casarse con la danesa Adi Enberg, hija del cónsul de ese país en Barcelona:

"Querida Rosa: (...). Te debe parecer muy extraño que me case. Ya ves. Es así. Me caso por varias razones. En primer lugar porque ella me gusta. Es muy limpia, agradable, poco agitada -ya lo soy yo bastante-, y estar a su lado no cansa nada. Después, porque me puede ayudar, porque es una persona que tiene muchos más elementos que yo para ganarse la vida si es necesario. Después, se cuidará de todas mis cosas y arreglará las que para mí son más difíciles, que son las cosas prácticas, ya que yo soy una verdadera criatura y como quien dice no sé arreglar nada. Finalmente, porque pienso que ella me quiere mucho más a mí que yo a ella. Hace muchos años que llevo una vida fantástica y tengo olvidadas, o no sé lo que son, muchas de las cosas de las que habla la gente. Pienso que me transformará en una persona normal, muy equilibrada, sin estas desproporciones que hoy siento, que me transformará, para decirlo en pocas palabras, en un hombre en toda la extensión de la palabra. La vida pasada se ha acabado y hasta ahora me ha salido bien, sin novedad. Ahora será otra cosa y pienso que todo irá bien...".

No hay constancia de que alcanzaran el matrimonio. Pero no me importaría tener a una Adi para contraatacar al homenot, en la mesa del comedor de la granja de los caballos, anunciando mi nueva condición sentimental. Le pediría la pistola al sargento y le miraría fríamente mientras golpeo con el cañón la copa de mi felicidad recién estrenada.

Momento (3)

Últimamente tomo el tren de la costa, en mi regreso de la granja de los caballos a la metrópoli, porque reparan la línea del norte y el trayecto se eterniza. Este domingo tampoco quedaban asientos libres en el convoy (aunque subo en la tercera estación de su recorrido). Mal afeitado -como siempre en el día del Señor- y con expresión huraña, acomodé mi equipaje en el suelo como pude, extraje de un bolsillo lateral Middlesex y leí apoyando mi espalda contra el canto criminal de una butaca.

Una mirada me distrajo de la página. La joven estaba cómodamente sentada junto a su ventana. Tenía un apunte de nariz bajo la mirada azul índigo y una barbilla deprimida que parecía intrusa en aquel rostro agradable. Pensé que vestía de estudiante hasta que descubrí sus zapatos de tacón de aguja al final de sus jeans y su camisa con los primeros botones desasidos para refrescar sus senos lácteos y escalfar mi pecho. Jugamos a esquivarnos la mirada, hasta que se durmió en posición fetal y yo intenté leer, aunque en realidad escribía mentalmente su supuesta historia de prostituta en viaje de negocios.

En una parada de caballos perdida a medio camino, las autoridades ferroviarias tuvieron la consideración de acoplar un segundo tren al nuestro y permitir que todos pudiéramos viajar con la estupenda novedad de un asiento. Perdí de vista a la mujer báltica, para desplazarme a mi nuevo vagón y leer de verdad.

Llegamos a Barcelona en noche cerrada, con mucho tiempo de retraso. En Sants Estació salí al exterior antes de tomar el metro. En los trenes, como en los cines o en los ambulatorios ya no se puede fumar. (Al aire libre sigue respetándose la tregua.) Absorví el tabaco y sus substancias molestas junto a una parada de taxis. Un guardia de seguridad me otorgaba tranquilidad. La plaza era caótica en tráfico rodado y de personas, y por todas partes se mezclaban gentes y vehículos de manera perpendicular o paralela. Es difícil coincidir con alguien conocido en lugares de paso como ese. Pero estaba a punto de agotar mi cigarrillo cuando apareció la dama del vagón, deambulando sin rumbo fijo sobre sus tacones empinados. Hacía más de una hora que formaba parte de mis recuerdos y allí estaba de nuevo con su leve equipaje de mano. Casi me rozó. La vi alejarse sobre el asfalto, esquivando taxis-avispa y -algo que hacía tiempo que no me sucedía- se giró para mirarme. Ambos sonreímos con tristeza, en la leve complicidad del viaje.