Hanne Hukkelberg

Tenía la noche del domingo planificada en el sofá. Los chicos del Barça chutarían balones en mi transistor. Después habría un impasse de más de dos horas (que aprovecharía para fregar platos, regar las plantas del balcón o leer el dominical del periódico) hasta que comenzara la serie 24 en televisión, con Jack Bauer disfrazado de supermán. Era mi programa de actos en el apartamento, impreso en láser. En la calle había otro diferente por las fiestas de la ciudad. Papa Wenba tocaba en la avenida de la Catedral, en plaza Catalunya tenían un escenario preparado para Mónica Molina y Pastora, en las playas: pirotecnia balear, en el parque del Fòrum actuaban Nena Daconte y Tiziano Ferro, en...

Me pegué un azote en el culo, para despojarme de la camiseta de Deco. (Hay fútbol todo el año.) Me cepillé los dientes y, con la cara lavada y recién peinado, le pedí al señor Gris que se portara bien en mi ausencia para viajar al centro de la tierra en el ómnibus 39, donde me esperaba el fuego de los diablos y sus dragones, la danza de los gigantes, los altavoces retumbando con ritmos distintos.

Deambulé por los escenarios buscando una sensación parecida a la de un gol de Giuly, sin encontrarla. La música étnica tropezaba en el mismo surco del tocadiscos de mi memoria de tanto escucharla; el típico pop español me hizo pasar de largo; los cantadores folk de Catalunya o Francia me relajaron hasta la somnolencia, a pesar del tumulto de personas que aprovechaban las fiestas gratuitas -como hacía yo- para atropellarme a cada instante.

Acabé arrastrado por la marea humana en la placita desconocida para mí de Joan Coromines, angustiada entre los muros de autodefensa del MACBA (Museu d'Art Contemporani de Barcelona) y el CCCB (Centre de Cultura Contemporània de Barcelona), con arbolitos a medio desarrollar en los que descansé la espalda. Andaba fatigado a esas horas y necesitaba sentir la agradable sensación de un sofá vertical. Tenía frente a mí un escenario del BAM (Barcelona Acció Musical) a oscuras, mimetizado en la penumbra general del lugar. Aproveché para realizar una expedición por la zona. Descubrí una puerta de entrada bloqueada a la Facultat de Ciències de la Comunicació Blanquerna. Allí trabaja alguien de quien tengo buenas referencias, aunque desconocía hasta entonces el lugar de su despacho en la ciudad. Miré las ventanas donde su sombra debe caminar a deshoras como un fantasma pensando en si va a aprobar a alguno de sus alumnos, o los va a suspender a todos (como hace siempre). También me fijé en el restaurante donde seguro que analiza detenidamente -vuelta y vuelta- cada grano de arroz del plato antes de introducirlo en su boca. En las tareas del comer ejerce de caracol y funciona lentamente.

Estaba pensando en todo eso, cuando se encendieron los focos y saltaron sobre las tablas cinco noruegos (dos mujeres y tres hombres) con aspecto de bañarse habitualmente en fiordos congelados dándose ánimos con golpes en el pecho y gritando de forma desaforada. Tenía previsto abandonar el lugar a las once y media para hacerle compañía a Jack Bauer en mi apartamento, pero me hipnotizaron con sus baladas lentas casi sin instrumentalizar. Luego cabalgaron en mi ánimo con sus marchas guerreras y el estruendo de acordeones, guitarras eléctricas, teclados, cajas de música, percusiones salvajes, voces al borde de romper los cristales del edificio universitario... me obligó a quedarme allí, paralizado ante tantas sensaciones ocasionadas por su música ecléctica.

No entiendo mucho de bandas, pero es mi concierto del año. Claro que no he asistido a ninguno más (aparte de los de estas fiestas). Aunque hubiera acudido a mil citas musicales, Hanne Hukkelberg sería el mejor grupo de esta temporada, sin duda. Son escandinavos y cantan en inglés temas como Balloon, Conversion, Displaced, Kæft, Little girl, Searching, The successor after the professor, Words and a piece of paper... Los interpretaron uno tras otro con frialdad y energía esa noche de domingo en que el Barça empató a uno a cinco kilómetros de distancia, dirección oeste. Sólo llevan un par de años como formación y apenas han desfilado por placitas desconocidas de Gran Bretaña. Francia y Rusia. En su puesta en escena utilizan desde una bicicleta que colocan invertida para extraer sonidos de su rueda trasera -entre cuyos radios deslizan una especie de batuta-, hasta una sierra con la que le hacen cosquillas a una madera. Me parecieron geniales hasta el punto de desplazar un pie adelante y atrás; mover la cabeza a derecha y a izquierda -como hacía Hanne-; y, en un momento puntual, brincar entre el público moderno de gafas de pasta. Acabaron agradeciendo los doscientos aplausos, incluidos los míos. Y escapé zancando entre los árboles jóvenes de la plaza y las viejas calles del Raval, asustado por posibles atracos en esa parte tremenda de la ciudad. Llegué con el tiempo justo a casa para disfrutar de un Jack Bauer atrapado en la bodega repleta de equipajes de un avión diplomático.

Nunca me ha gustado asistir a conciertos multitudinarios de grupos populares, o leer un bestseller, o veranear en Benidorm. Prefiero descubrir rarezas. Ser de los pocos que tiene el tesoro. Decir que sólo yo estuve allí. Presumir de ello. Exclusivamente un par de centenares de personas vieron en directo a Hanne Hukkelberg, en el que -creo- es su primer concierto del sur de Europa. Estaba entre ellos. Nadie de mi entorno sabe de su existencia y la conocerán a través de mí. (Es una pena que el alcalde no me extendiera una entrada de recuerdo al tratarse de un concierto gratuito.)

Hoy me ha llamado una persona para contarme su fin de semana. Básicamente me ha enumerado sus múltiples cenas (¿por qué cenará tantas veces esa mujer?).

-¿Y has ido a algún concierto de la Mercè? -le he preguntado buscando la excusa para introducir mi "gran tema".
-Poca cosa. Después de cenar en el Pla dels Angels vimos a un grupo que tenía una bicicleta girada sobre el escenario, noruegos creo. No estaban mal, pero llegamos tarde y sólo escuchamos los últimos temas. ¿Y tú, qué has visto?

Mil lugares

Llevo la tierra de la niebla impresa en mi carácter, su acento surge de mi garganta cuando alguien me pregunta por una calle, me alimento con sus productos importados, sueño con sus edificios medievales. Cuando me refiero a mi hogar mi mente viaja a ella, aunque tengo desde hace años un apartamento alquilado en Barcelona.

Quiero a la tierra de la niebla, aunque le soy infiel con esta metrópolis que me excita con sus caderas latinas. Si alguna vez has pisado la minúscula plaza de Sant Gaietà (Sarrià), el recóndito parque en el ático del Museu Marítim de les Drassanes (Ciutat Vella) o la nostálgica calle Torrijos (Gràcia) sabrás a qué me refiero.

Ayer hablé con alguien que lleva más años que yo residiendo entre los palmerales y al borde del lago de este oasis mediterráneo. Me sorprendió que planificara un viaje a su tierra del sur para este fin de semana, justo cuando Barcelona se pone guapa por las fiestas de la Mercè, con conciertos indispensables en cualquier rincón de la ciudad. Pero, allí viven sus gatos forasteros y sus recuerdos; y Barcelona sólo es para ella un lugar de trabajo, de salas de cine y restaurantes. Siento que no sea nada más en su vida, que no conozca este territorio que la acoge; pero me conmueve su fidelidad hacia su verdadera patria.

Este atardecer estoy en la plaza Catalunya para conseguir un programa de actos de las fiestas en el punto de información turística. La mujer uniformada de azafata me lo entrega gratuitamente y sin gran entusiasmo. Después paseo por La Rambla entre ciudadanos de mil distintas tierras del sol o de la niebla o de la lluvia o del sur o norteñas... impresas en su carácter, en su acento, en su alimentación, en sus edificios antiguos olvidados atrás en su viaje por turismo. Compro un periódico extranjero para ponerlo bajo mi brazo, como hacen ellos. No soy rubio para el Súddeutsche Zeitung, ni altivo para el France Soir, ni elegante para el The Economist. Opto por el Diari d'Andorra. Lo adquiero este jueves, por segunda vez desde que Mercedes publicara un magnífico artículo sobre México la semana pasada en sus páginas. En información internacional abren con España o Francia, invariablemente. Y sus páginas de televisión se estrenan con Andorra Televisió, saltan a Arte, luego a TV3 y al Canal 33, BBC World... Y la RTP portuguesa adelanta a Antena 3 o a Telecinco en el ránking. El diario está completamente escrito en catalán, ese raro idioma que nos empeñamos en hablar con la extravagante excusa de que es la lengua con la que nos dirigimos a nuestras madres, desde siempre.

Los anuncios de Pyrénées, La Casa del Formatge o del Centre Comercial Sant Julià me retornan a los viajes estivales de cuando era niño en el coche familiar, en busca de azúcar, leche y coñac a precios económicos. Después de las compras, comíamos un plato combinado en una terraza de Andorra la Vella, junto al río Valira, y regresábamos a casa -a mi hogar eterno-, deslizándonos como en trineo por las montañas en dirección al valle. Eran nuestras vacaciones de entonces, complementadas con la estancia en la torre del abuelo materno, rodeada de manzanos.

Algunos veranos también visitábamos Barcelona, y era tanta la aventura para la señora Hayden y para mí (ambos menores de diez años) como volar a Nueva York para los niños actuales. Pernoctábamos en una pensión de la calle Canuda, y nuestros padres nos dejaban al cuidado de la propietaria mientras asistían a las representaciones picantes de El Molino. Nos hacíamos los dormidos, para levantarnos al instante de cerrar ella la puerta de nuestra habitación y correr al balcón. Desde allí apuntábamos a las cabezas de los paseantes con nuestra botella de plástico flexible, y los poníamos perdidos de agua de colonia. En la tierra del sol, en aquellos tiempos -y todavía ahora-, sólo era posible rociar a algún gato vagabundo desde la balconada; y la novedad del tráfico de tantas personas por la acera nos mantenía desvelados hasta muy tarde.

Estoy cerca de la calle Canuda esta noche. La pensión no existe desde hace años, pero mis recuerdos siguen dando vueltas como una peonza en la sombra fresca de su portal. Me siento turista en la ciudad con el periódico extranjero bajo el brazo. No tengo ganas de regresar a mi piso. Preferiría tomar una habitación de hotel en la zona turística. Leer un rato el Diari d'Andorra sobre la cama con sábanas limpias, buscando información sobre su famoso autobús en forma de vaca: el vacabús. Quisiera llamar desde la habitación a mi padre para decirle que estoy hospedado cerca de la calle Canuda, y pedirle que me lleve un día a Andorra. Me encantaría telefonear después a la señora Hayden para preguntarle si tiene una botella de plástico repleta de perfume y rogarle que viniera hasta aquí para recordar viejos tiempos disparando su contenido sobre los peatones despistados.

Fondo de armario

Según el calendario permanecemos en verano, y me comporto consecuentemente. Me extrañó que no estuviera el cobrador en la puerta de las piscinas municipales de la tierra de la niebla, que hubieran quitado el tapón del desagüe de las balsas, que en la grama sólo permaneciera extendida mi toalla, que dispusiera de una hectárea completa de instalaciones recreativas sólo para mí.

Al menos, las duchas funcionaban y apenas había moscas. Abrí la novela Middlesex por el punto de libro que es un billete de tren. Entonces, Cal Stephanides me contó: "Invité a Julie Kikuchi a pasar el fin de semana fuera. En Pomerania. La idea era ir en coche a Usedom, una isla del Báltico, y alojarnos en un antiguo centro turístico que gozó de la estima de Guillermo II. Insistí en poner de relieve que tendríamos habitaciones separadas. Como era fin de semana, traté de vestirme con ropa informal. Para mí no es fácil. Me puse un jersey de pelo de camello. de cuello vuelto, chaqueta de tweed y pantalones vaqueros. Con zapatos de Edward Green, de color burdeos y hechos a mano. Este modelo en concreto, llamado Dundee, parece muy de vestir hasta que se ve la suela de goma moldeada. El cuero tiene doble espesor. El Dundee es un zapato concebido para recorrer la finca, para pisotear el barro con corbata y los spaniels detrás. Tuve que esperar meses a que me los entregaran. En la caja decía: Edward Green, maestro zapatero para gente poco común. Eso soy yo, exactamente. Poco común".

No revoloteaban moscas, las duchas funcionaban y nadie me molestaba. Pero, para que la escena fuera ciertamente idílica, me faltaba el jersey de pelo de camello del protagonista de la novela de Jeffrey Eugenides, porque el cielo andaba oscurecido y el viento de poniente me obligó a sacar la toalla de debajo de mi cuerpo, para cubrirme con ella; aunque apenas estábamos en el ecuador de septiembre.

Antes los veranos duraban todo el verano. Ahora se diluyen como la arena de Cayo Sal entre mis dedos, en un visto y no visto.

Las recientes lluvias dejaron embarrados los caminos de la tierra de la niebla; con huellas de tractores de los propietarios de las fincas, huellas de todoterrenos de los encargados, huellas de motos de los capataces, huellas de bicicletas de los peones de piel más oscura que la nuestra. Todos se apuraban para acabar de recolectar las frutas que maduraban en los árboles en este verano efímero.

En cualquier esquina aparecía un hombre negro pedaleando apremiado; en cualquier cruce de caminos había un grupo de magrebís marchando a paso militar junto a los tallos secos de las matas de hinojo; bajo un cielo ensangrentado, con nubes de algodón que pretendían sanarlo. El viento azotaba sus pieles para preguntarles por qué habían salido a campo abierto en camiseta promocional si ya estábamos en septiembre. (Quizás porque no tenían nada más que ponerse.) Sólo descubrieron que el verano era cosa del pasado cuando sus jefes dieron las órdenes del día ataviados con botas de suela de goma, pantalones gruesos de algodón y chaquetas acolchadas. Los manzanos estaban húmedos de rocío y lluvia, las ramas salpicaban los cuerpos estivales al paso del tractor, el suelo metálico era resbaladizo bajo el fango acumulado en unas frágiles alpargatas rebozadas con fango.

La señora Sofía preparó una montaña con mi ropa vieja para entregarla a los africanos que están empleados en la finca de sus amigos, y sólo pude pactar el rescate de una camisa y dos t-shirts aduciendo que eran antiguos obsequios y que no se podían regalar. Ambos somos absolutamente contrarios a la presencia de inmigrantes masivos en nuestras vidas; pero ella tiene ese instinto maternal innato que le impide comportarse mal con un ser humano. Y yo no he sido nunca madre (aunque, este fin de semana contemplé algo que llevaba años sin ver: unos caracoles -sin orden geométrico- depositaban su legado en agujeros bajo la bóveda gris. Los huevos transparentes -algo tan delicado- quedaron a media intemperie, con vida dentro, y los fui esquivando con mis botas como en un juego acrobático.)

Regresé a la metrópolis en el tren del sur. Su paso transcurre primero entre llanos de fruta dulce y viñas; después junto a montes de escasa envergadura y, finalmente, se precipita en un camino paralelo al mar. Buscaba un último guiño de este verano fugaz. No lo encontré en las persianas clausuradas de los apartamentos de temporada, ni en las calles solitarias de sus municipios. En las playas (entre páramos agrestes con tallos azotados por el viento) quedaban únicamente viejos pescadores de caña y nostálgicos paseantes con gorrita, pantalón corto sobre la rodilla, jersey de manga larga y mochila. Los chiringuitos cerrados en las ensenadas lucharían contra el salitre hasta el verano siguiente.

Sólo en un golf de nueve hoyos descubrí algo parecido a la felicidad estival eterna. Los deportistas medían la distancia del put ataviados de verano: polo Lacoste, pantaloncito claro, calzado Footjoy en blanco y negro y paraguas Callaway por si llovía en ese día hermafrodita. Les seguían los caddies abrigados de otoño. Todo lo contrario que en la tierra del sol: los ricos con vestimenta ligera y los humildes bien tapados. No se lo contaré a la señora Sofía, no vaya a ser que les envíe lo poco que queda de mi ropa otoñal a esos deportistas domingueros que extravían pelotas compactas en el Mediterráneo.

El mar se alejaba, y el tren acometía la entrada en la gran Barcelona. Entre mis dedos se diluía mi verano y sus recuerdos: alegres y amargos: la doble "a". Con el frío deberé buscar acomodo en lugares a cubierto, en lugar de pasear, ejercer de foca en una piscina municipal o vagabundear por una playa. Quizás vuelva a asistir al cine. Espero que sigan permitiendo fumar en las salas, como sucedía antaño.

Abierto en domingo

Los domingos siempre me han parecido tristes; ideales para saltarlos de una zancada -o con pértiga-, y alcanzar el territorio firme en la orilla de un lunes cualquiera. Pero eso no es posible y duran veinticuatro horas, como el resto de jornadas.

Cuando he tenido mala semana -como es el caso-, todavía me siento peor en día festivo. Paseo con las manos en los bolsillos recordando los conflictos, a pesar de la música a alto volumen en los auriculares. Entonces busco rincones en la ciudad donde se respire un cierto aire cotidiano, que me evadan del tiempo libre.

Sólo conozco uno: la pequeña oficina de Correos que cierra a las diez de la noche, incluso en domingo, en la parte vieja de la ciudad (calle del Sots-tinent Navarro). Antes abrían al público el magnífico edificio de aire clasicista que acoge la sede central de Correos (plaza Antonio López), donde el tiempo no transcurre mientras contemplas las pinturas de Canyelles, Labarta, Obiols o Galí en el vestíbulo. Pero el verano pasado encontré sus verjas cerradas por sorpresa. Una sudamericana atractiva, con gorrita de béisbol y labios ensangrentados, me pidió si podía leerle el cartelito lejano, ya que había olvidado sus gafas en el hotel. Le expliqué que la atención al cliente se había trasladado a una callejuela cercana, y me tomó del brazo para no tropezar -por su miopía- con los adoquines y los socavones de la vieja Barcelona hacia el lugar, charlando de su Venezuela que descubrí hace pocos años.

Le conté que aprendí a montar a caballo en una explotación ganadera de Yaracuy. (Ana pidió que ensillaran a Mansito, y el capataz apareció con una bestia de tres o cuatro metros de altura, de mirada penetrante y agreste. Entre todos los trabajadores de la finca consiguieron elevarme con sus manos en mis posaderas hasta alcanzar la silla y tomar los mandos del animal. Cuando me instruí en dirigirle a derecha e izquierda y a dominar el sooo y el arreee, a trote pausado, ella dirigió su montura hacia una zona pantanosa. La seguí confiado. Estaba repleta de caimanes, cuya máxima envergadura no sobrepasaría los dos metros. Pegó un azote en las nalgas de Mansito que arrancó a correr desbocado a escasa distancia de los reptiles, mientras escuchaba su voz que se alejaba entre risas: "Si te caes se te comen gallego". Me esmeré en no descabalgarme en esa primera clase de equitación de método novedoso. Además -y por precaución-, Ana tenía su rifle desenfundado por si no era tan buen alumno como ella creía.)

La muchacha miope de Venezuela desconfió de mi historia, porque era natural de Caracas y allí no abundan los caballos. Ni los caimanes. Le cedí el primer turno en la oficina de Correos y aguardé a que realizara su envío transoceánico, antes de despedirnos hasta el día del juicio final.

En mis domingos actuales, le compro 10 estampillas de 29 céntimos al funcionario cordial que debe rondar cercano a la jubilación (forma parte de mi panorama vital desde hace diez años, porque antes él trabajaba en la oficina de envíos masivos y yo me dedico al márketing directo). Tiene una cara cercana a la de James Stewart: canea en las sienes y sonríe con su mirada gris en los anocheceres de domingo. En ocasiones le doy un paquete contra reembolso o facturas certificadas. Su aspecto amable nunca varía, sea cual sea el producto entregado en mano. Me sostiene alegre que ambos trabajemos en día festivo y que no mostremos mala cara por hacerlo. Al fin y al cabo, estar ocupado es el mejor antídoto contra la tristeza.

En el crepúsculo, he regresado a la zona norte en un autobús desconocido que me ha descargado cerca del Turó Parc, mientras recordaba la sonrisa del funcionario. Es la única buena cara de esta semana. Supongo que es mi castigo por haberme portado francamente mal con alguien que me cuidaba mucho y a quien he perdido porque no la he sabido cuidar. En mi apartamento suena Better Man de Pearl Jam, esperando el nuevo día (otra vez jodidamente festivo por la Diada de Catalunya). No sé qué voy a mandar por correo.

El resorte

El señor Gris ha engordado un kilo, apoya de nuevo la pata enferma en el suelo y tiene la suficiente fuerza como para frenarse ante la puerta de la clínica veterinaria del hombre que cuida animales en la tierra de la niebla (recuerda, sin duda, las enormes inyecciones que le suministra periódicamente). Levantándole a peso, le pregunté a su nueva ayudante si estaba ocupado mi viejo amigo. La walkiria me pidió que siguiera sus contorneantes caderas hasta el despacho de la báscula de peso, de las estanterías con anticoagulantes y antisépticos, de los cajones con jeringuillas, del fregadero con restos de sangre, de la orla universitaria donde el veterinario todavía peinaba ese cabello castaño que ha ido borrándose en las posteriores fotografías desde la etapa universitaria en que compartimos piso durante cinco años.

Le sorprendió la mejora que ha experimentado el señor Gris en las últimas semanas: la reducción en la inflamación de su pierna, la suficiencia en el andar, su excelente estado de ánimo. Recomendó un refuerzo al tratamiento farmacéutico actual, en forma de nuevas píldoras, para engrosar los tendones de la articulación dañada (quizás así obtendrá una mejor calidad de vida en los meses -quizás años- que le quedan por delante). Nos sedujo dialogar un rato de temas pendientes; por ejemplo, que anda en conversaciones con una mujer de las tierras interiores. Imagino que leyó en mis ojos que me alegraba de veras. Siempre hemos dispuesto de mecanismos de comunicación silenciosos (miradas, palmadas en la espalda, muecas cóncavas o convexas en los labios...) que nos han permitido trasladarnos emociones sin hablar de ellas, comprendernos sin darnos explicaciones. Por algo somos cangrejos y tímidos y afectivos (en su caso, también es efectivo).

Regresé a la granja de los caballos esperanzado, con nuevas medicinas en la mochila para el señor Gris. El sargento Hayden intentaba conectar su nuevo juguete tecnológico de captar imágenes -fijas o en movimiento- en el aparato de televisión del comedor. Enfocó mi lugar en la mesa, lo puso en marcha y funcionó. La familia disfrutó de un inmejorable almuerzo, contemplando en la pantalla -a tamaño amplificado- cómo engullía caracoles o roía costillas de cordero o me salpicaba el morro con salsa allioli o hurgaba entre mis muelas con el dedo índice o le exigía un alehop al perro payaso para que tragara las sobras y ganara otros gramos de peso.

El primero en acabar de comer es siempre mi sobrino. Su estómago todavía es de tamaño reducido y asimila alimentos cuando le viene en gana. La segunda es la señora Sofía (a pesar de que se levanta varias veces para ejercer de anfitriona con su carácter servicial). El tercero soy yo porque no me apetecen las comidas copiosas y jamás tomo postre. Entonces el pequeño Hayden va a jugar con su abuela o con quien esté disponible en ese momento. (Conmigo, por ejemplo, si no hay nadie más.) Este domingo me tocó encaramarle sobre mis piernas. Antes expropió la cadena de la cortina del pasillo; y ahora se empeñaba en introducir una arandela en la primera falange de mi dedo índice de la mano derecha, luego en la segunda y -apretando- en la tercera. Me cogió desprevenido, charlando con alguien en la mesa, cuando tiró fuerte de la sujeción. Sentí un dolor inesperado y, al insistir en no soltar mi encadenamiento, liberó un pequeño resorte que llevaba años inactivo en mi interior: el de la violencia con los débiles. Le pegué una sonora bofetada.

A veces le doy un azote en el culo o una colleja. Sé que lo va a comprender y que va a llorar de mentira para que le mimen. Deduzco que vendrá de nuevo a jugar conmigo con el elefante que emite sonidos. Pero este domingo salió de paseo ese animal agresivo que comparte mi vida. Tras la bofetada, el pequeño Hayden se sentó asustado en el suelo y no lloró. Entonces entendí que mi reacción instintiva no había pasado por el filtro de la razón y me asusté de mí mismo. Por eso, y porque todos me observaban (incluso la cámara televisiva que había captado el momento, sin grabarlo), les mostré mi herida en el dedo (epidérmica y a nivel interior), y no se acabó el silencio.

El pequeño se levantó del suelo, solidario con mi infortunio, y cabalgó sobre mis piernas de nuevo, hasta que la señora Hayden le apartó de mí.

En mi infancia recibí muchas bofetadas (todas razonables, analizadas con el paso del tiempo, aunque entonces me dolieran). La mayoría provenían de las manos alargadas de mi madre. El resto, prácticamente, de Fermín Mas (un hermano de La Salle, con cuya congregación tuve los primeros tratos en materia educativa). Analizándolo con perspectiva, me resulta curioso: ambos me pegaron repetidamente, pero también me hicieron descubrir el mundo de las palabras. La señora Sofía me enseñó a leer y a escribir a los cuatro años, y Fermín me enseñó a relatar a los doce. Ahora les asocio con el mundo de la lengua escrita, y no con los castigos corporales.

No recuerdo golpes de mi padre, ni de ninguno de mis muchos tíos, aunque sin duda les di pie para ello (y quizás lo hicieran). ¿Tuvieron más paciencia conmigo que la mía con el pequeño Hayden, o no mostraron interés alguno en entretenerse con un niño?

Me encanta jugar con mi sobrino al escondite, o mostrarle secretos en la casa o en campo abierto, o contarle historias de osos polares que le hagan soñar. Pero le entusiasma ser un gamberro y mostrarse salvaje y libre. Y no tengo ningún interés en que me rompa un dedo índice con la cadena de una cortina (es uno de los dos que utilizo para escribir, porque me manejo exclusivamente con los índices ante el teclado). Tampoco en volverle a pegar. Me gustaría involucrarme en su educación y jugar a los premios y a los castigos. Pero no me corresponde. Así que les dejaré la responsabilidad a los Hayden; y ya veré si me apetece seguir ejerciendo de tío o esperaré a reencontrarme con él cuando esté habituado a esta forma nuestra de entender la vida, dentro de unos años, cuando ese animal feroz que habita en mi interior se haya largado definitivamente a hacer puñetas.

Chez moi

La mañana del domingo fue frenética en nuestro abandono del domicilio Hayden, después de las vacaciones clandestinas disfrutadas allí.

Descolgué los bañadores -estilo retro- del tendedero, recorrí las habitaciones con la aspiradora (cuyo depósito se llenó con pelos del señor Gris), fregué el suelo con detergente olor a Marsella, extendí las sábanas del pequeño Hayden en su cama, lavé los cacharros del desayuno, bajé las persianas a media asta, recogí las bolsas de basura, y cerré con llave mientras el perro lanzaba un ladrido cariñoso de despedida al hotel donde lo habíamos pasado verdaderamente bien.

Estábamos en la acera de la calle cuando mi mente olvidadiza recordó un detalle pasado por alto, sin duda el más importante. Desandamos deprisa el camino, entramos en la vivienda, me dirigí al armario donde había localizado la botella de brandy del señor Hayden -escondida tras unos manteles de mesa de comedor-, la tomé entre mis manos enfundadas en guantes de plástico de la frutería del Caprabo y la froté a fondo con un trapo húmedo. El sargento es experto en huellas dactilares, y mirando la ampolla a contraluz seguramente leería las mías (que me hizo estampar -tintando mis dedos en un cartoncito- la primera vez que me entregaron copia de sus llaves).

Todo estaba finalmente en orden. Al alcanzar la esquina, escuchamos un automóvil que se acercaba a toda velocidad, para frenar bruscamente y marcar los neumáticos en el asfalto frente al que fue nuestro hogar durante diez días. La señora Hayden descendió del vehículo, perseguida por su somnoliento hijo, para descargar las maletas y regalos que formaban un puzzle en el portaequipaje. Entre tanto, él arreglaba su peinado cobrizo con sus manos enfundadas en elegantes guantes de rejilla especiales para participar en carreras de autos locos. El señor Gris y yo levantamos una patita en señal de bienvenida, escondidos en el chaflán.

La mañana era húmeda y el perro aireó la lengua en nuestro camino en dirección a la Sagrada Família. Compré algunas postales de recuerdo y otras para enviar a la gente que merece la pena. Las escribí con diferentes textos desde el sofá de nuestro pisito (que ahora nos parece todavía más pequeño). Pasé los sellos por la lengua del señor Gris y las deposité en el buzón frente al estanco del tipo desagradable.

Mientras volaban en diferentes direcciones, aproveché para reencontrarme con el barrio: la pescadería del mercado, el quiosco de la calle Verdi, la oficina de correos, la librería de la muchacha triste. Paseé al Turó Parc después de tantos días de ausencia. En el crepúsculo del día, me senté en un banco y contemplé las carreras de galgos de la gente rica sobre la grama de la zona norte. Me sentí, por fin, en casa.

A los dos días me llamaron los Hayden. Me habían traído recuerdos de Bretaña (el más bonito es un calendario 2007 con vacas de esa región francesa en blanco y negro). El sobrino se acercó con libros infantiles comprados allí, y quiso que le leyera uno. Comencé a convertir las "au" en "o", e intenté traducirle cada frase al catalán. Protestó: sólo quería escucharme en francés porque le gustaba el acento galo, y le hacía reír que pusiera morritos. Entre los cuentos, el sargento apareció disgustado en el comedor con su botella de brandy en la mano. La había pesado antes de partir y le faltaban unos cincuenta gramos según sus cálculos. Agaché la mirada hacia el libro de relatos -sin evitar un cierto sofoco-, mientras escuchaba a mi hermana decir que las botellas sudan en verano y se evapora su contenido.

El señor Gris salió cojeando de debajo de la mesa para mirar la botella y mirarme a mí.