En otra ciudad

La metrópolis vivió en guerra todo el viernes, con bombas en cualquier barrio por motivo de la verbena. Así que emprendí un viaje largo a la ciudad de Mary Poppins para que me descubriera sus calles, sus rincones secretos, sus sitios de tránsito, incluido el Mercadona pocos metros más abajo de donde ella canta a todas horas.

Me enseñó las cicatrices en su piel pálida de falsa sajona, mientras hablaba para que el silencio no resultara incómodo, y apartaba mosquitos imaginarios con sus manos de solfista. En una playa.

El Mediterráneo era manso en esa noche de San Juan y no quiso engullir la botella de vino varada en la arena. Cambió al amanecer, para volverse despiadado y borrar el recuerdo de nuestras huellas de patos grandes con su marea suave.

Fashion

Todas las mujeres hermosas de la ciudad se han puesto de acuerdo para salir a la calle a la misma hora, y cruzarse en mi camino al Turó Parc. Formo parte de ese elevado porcentaje de hombres que se voltean para aplaudir con la mirada el talento físico; y ahora disfruto de mi periódica tortícolis.

Mi rígida educación en una escuela de La Salle reprime ese acto reflejo con las menores de edad. Una de ellas me ha acompañado buena parte del trayecto por la calle Madrazo. Tarareaba una vieja melodía de El mago de Oz, refrescada ahora por un magnífico anuncio de Trina Spirit en la televisión. Me ha adelantado con sus sandalias ligeras, con un único punto de intercalación entre los dedos de sus pies; su pantalón pirata ligeramente caído que mostraba parte de su ropa interior; la tira derecha de su camiseta verde manzana desmayada en un brazo que publicaba un pequeño tatuaje con la palabra azul. Se ha detenido de repente para curiosear en el escaparate de una zapatería, para avanzarme de nuevo ladeando su cabecita peinada a lo garçon para contrarrestar las leyes centrífugas. Ha demorado otra vez su paseo para pegar un chicle viejo en un aparato de televisión abandonado; y ha vuelto a correr, cantando la banda sonora de la película y el spot, en nuestra carrera para ver quién llegaba primero al final de la nada, evitando cruzarnos la mirada.

Mucha gente viste igual que ella en el barrio, como si la originalidad se hubiera largado de vacaciones. Puedo ver a niñas piratas en todas partes, y las sandalias unisex van regaladas. La mayoría muestran tatuajes, y presumen de adornos metálicos incrustados en sus cuerpos; algunas abusan tanto de ellos que si cayeran al mar se hundirían sin remedio. También proliferan las jóvenes que entrelazan con fuerza sus manos, como si el mundo fuera a acabarse en cualquier momento. No son lesbianas, me cuenta Paloma: "Simplemente está de moda parecerlo".

Nunca he comprendido por qué tantas personas se acunan en los brazos de la moda popular, si sólo sirve para que todas parezcan cromos repetidos en la China de Mao.

También el pobre señor Hayden, por obligación de su mujer, ha desertado de su antigua normalidad. Últimamente aparece en mi vida con sandalias modernas y camisetas estampadas, aunque tenga casi mi edad. Le veo ataviado así, y no puedo reprimir hacerle la broma tonta: "Acabo de cruzarme con un cuarentón por la calle que llevaba calzado de mujer y una sudadera con anuncios, la gente no tiene sentido del ridículo". Me mira con frialdad, mientras se despoja lentamente de una de sus chancletas femeninas para amenazarme. Es mejor alejarse de un tipo acostumbrado a intercambiar balas con delincuentes búlgaros, al menos hasta que vuelva a calzarse.

Otros modernos optan por la estética marrana de rastafari naïf. Caminan con sus botas de media caña, ideales en esta época del año para enfermar de la piel; y perros de raza barceloneta pointer a su sombra, sin atar, con banderas de color rojo comunista anudadas al cuello. Sentado en la terraza del Salambó hace unas noches, aparecieron una pareja de ellos -chica y chico-, para hacer un alto en su peregrinar eterno por las calles y sentarse en unos bancos gratuitos cercanos. La conversación entre los miembros de esa tribu urbana despertó mi curiosidad antropológica, y la anoté en una servilleta para intentar traducirla antes de acostarme:

-El otro día conocí a Mistu, un grafitero de la hostia. Me gustaría organizar con él algo con pasta, algo muy, muy bien parido. Me daría un subidón increíble.
-¿Sabes lo que cuesta mantener un aerógrafo? ¿Y una boquilla que se va a la mierda a las pocas pintadas?
-Si tienes el aerógrafo, ya sólo necesitas un compresor, y la aguja que hay que cuidar.
-Todo cuesta un montón de pasta que flipas.
-El otro día vi una gorra y le pregunté a la tía cuánto costaba. Me dijo cuarenta euros, y le dije vete a tu house cabrona. No me extraña que la gente asalte comercios cuando hay movida.
-Tampoco es eso tío, si no la puedes pagar, no la compres.
-Cuarenta euros por una gorra, no tengo tanta pasta.
-También podrías buscarte un curro tío y te la compras, de buen rollito.
-No me ralles tía.

Es fácil adivinar quién es el chico y quién la mujer. Me disgusta que las frases racionales siempre salgan de bocas femeninas, en mi condición de hombre; pero sucede así y no se puede esconder la evidencia.

No sigo ninguna moda porque no tengo el espíritu mimético de un camaleón. Nunca lo he hecho, ni aquellos que me rodean son excéntricos en su manera de vestir; aunque el traductor tuvo su etapa punk. Vivía eternamente vestido de negro, con un pelo alborotado de loco que agitaba bailando pogo de manera campesina. Se lo contaré a sus hijas cuando crezcan y anden con sandalias ligeras, con el peligro de que él también se despoje de una alpargata para amenazarme.

Soy un tipo sencillo de jeans oscuros y polos sin anuncios comerciales. En las zapaterías, cuyo olor siempre me ha encantado, pido calzado para andar por la ciudad y el campo. No llevo el nombre de nadie escrito en mi piel, porque todavía me queda algo de memoria; y mi único adorno es un viejo Seiko con la correa derrotada por el tiempo.

De todas formas, no descarto convencer al hombre sin suerte para compranos pantalones de cadera baja en las rebajas de verano, y airear nuestros calzoncillos -estilo clásico- de algodón, amarrados de la mano por la calle mayor de nuestra población en la tierra de la niebla. Los vecinos nos observarían haciendo comentarios en voz baja, y difundirían la escena entre los ausentes. Conseguiríamos algo que los jóvenes de la metrópolis nunca tendrán: un momento fashion.

Temporada de polo

Los martes de junio son ideales para practicar el deporte del polo en el Real Club, emulando a ídolos mundiales como Carlos Cambiasso, Mariano Aguerre, Matías Mac Donough o Eduardo Heguy, sobre un caballo de raza polo argentina; y descansar luego de los siete minutos del chukker definitivo tomando un aperitivo en una terraza de las instalaciones, con las extremidades relajadas y el casco de competición brindando una sombra para que la bebida no se desvanezca con el calor.

Me gustaría convidar al hombre sin suerte a jugar polo en una tarde nublada, con el aroma a hierba mojada por el riego de aspersión, y que nuestro equipo derrotara al contrario; como él me llevó a navegar en velero algunas tardes en dirección a un sol escondido tras los cúmulos en el horizonte, o a esquiar con su primer coche en aquellas pistas en las que engullí nieve en exceso en las caídas. Pero el deporte del polo exige botas y pantalón de montar, guantes, rodilleras, anteojos, casco y largos tacos para empujar la bola en la portería de tres metros de altura. Nada de eso cabe en mi piso. Tampoco en los garajes del barrio admiten caballos de raza polo argentina en pupilaje.

Por eso, le he convidado a jugar tenis de mesa en el Turó Parc. El hombre sin suerte siempre va ataviado a la última. Ha aparecido puntual a bordo de una bicicleta de diseño, con su maletín repleto de bebidas isotónicas, extraordinariamente vestido para practicar deporte, con sus zapatos de suela especial para el ping-pong. Me ha derrotado fácilmente en los tres partidos que hemos disputado a veintiuno antes de que cerraran las puertas del recinto a las diez de la noche. Tengo excusa para el fracaso: mi ropa era de calle; y he jugado con la pala con la que mi padre levantaba torneos en los años cincuenta, para prestarle la mía con la que no gané nada en los ochenta.

En los puntos acalorados, se le ponía cara de palista chino y los anotaba con jugadas brillantes. En los aburridos, hemos aprovechado para charlar un poco. El hombre sin suerte está a un paso de cambiar su apodo. Tiene posibilidades de recuperar a su hijo que se llama como él, para quien guarda extraordinarios planes en un futuro diferente. Ansiaba aplaudirlos, pero necesitaba las manos para contrarrestar sus inesperados reveses asiáticos.

Es mi amigo más fiel. En el instituto escapábamos de las clases de matemáticas con la moto de escasa cilindrada que nos prestaba Albert, aunque él no lo supiera, para recorrer caminos de amapolas y trigo verde. También para jugar billar americano en la cafetería del teatro, o tenis de mesa en aquella sala de juegos en la planta subterránea de una discoteca. Después, nuestras universidades estaban en ciudades alejadas. Pero mantuvimos el contacto, y me presentó a sus mujeres conquistadas, mientras le describía a las que me gustaban a mí.

Jamás peleamos por una chica. Tenemos gustos alejados con ellas. Le apetecen guapas y a mí interesantes. Prefiere la cantidad y yo la calidad. Igual pasa con el resto de aspectos de nuestras vidas. Quizás por eso nunca nos vamos a alejar demasiado más; ya ocupamos polos opuestos. Tuvo su etapa de persona políticamente muy influyente, que se prolongó en el tiempo. Tampoco entonces se olvidó de mí, ni me hizo sentir alguien menor brindándome oportunidades de trabajo que jamás pude aceptar.

Hoy me ha regalado una chapa reivindicativa en metal por el sí al estatuto catalán, para prender en mi camiseta sudada de jugador de tenis de mesa, con las siglas de un partido político que no voy a desvelar aquí. Le he ocultado que voy a votar con un no, por motivos distintos a los de los miembros del Real Club, para prorrogar nuestra amistad; aunque le he agradecido que me confirmara la fecha del referéndum. La chica de las gafas de pasta madrileña (Ilse) me la apuntó hace días, y también se sorprendió de que no la almacenara en mi mente. Ese tema es secundario en mi vida, ahora que ha comenzado la temporada del ping-pong con el hombre sin suerte.

Momento (2)

He gastado la tarde callejeando por el barrio gótico como un gato resabiado. No hay novedades; todo está como lo dejé la última vez, salvo que en la fuente del patio del Museo Frederic Marès ya no nadan peces rojos.

Fiel a mi costumbre, he tomado una manzanilla en las penumbras de una pequeña casa de tés e infusiones que se refugia secreta en la calle de Sant Domènec del Call. En la puerta se lee el nombre del lugar: Salterio. La música suave hacía levitar las hormigas en su recorrido por mis piernas cansadas, mientras se enfriaba la bebida. Pero no ha sido el mejor momento del domingo acabado.

Al apagarse el día, he comprado un bocadillo noruego en un establecimiento Pans and Company que tanto me agradan por su limpieza; soy maniático. Estaba relleno de salmón ahumado y, como los osos pardos, podría alimentarme exclusivamente de ese pescado.

Las fuentes de plaza Catalunya aparecían iluminadas con buen gusto, y en sus parterres han plantado geranios recientes. Me he sentado junto a las esculturas de estilo romano, con el brollar fresco del agua a mi espalda. La imagen gigante de Erin Wasson no paraba de sonreírme desde la fachada de un centro comercial, en nuestra cena romántica de pocos euros.

El secreto

Incluso en el profundo invierno duermo desnudo. Evito a los vecinos el desagradable striptease diario porque cierro las persianas. Al depositar mi traje de hombre arisco y distante sobre una silla en la noche, mis emociones se reflejan en el espejo de pie, desamparadas porque ninguna persona las conoce, hasta que apago la lámpara en la mesita.

En la tierra de la niebla no es costumbre hablar de sensaciones. La vida en el campo es una cuestión práctica. Discutimos sobre la salud de tía Patricia, el precio del maíz, la mesa del comedor que vamos a cambiar. También de que los manzanos necesitan que llueva. Pero nadie malgasta palabras en describir esa lluvia fina que riega nuestras vidas en forma de sentimientos.

El próximo mes cumpliré cuarenta y dos años de cangrejo aislado. En la comida me interrogarán si he conocido a alguna buena chica últimamente; me aconsejarán que busque un empleo estable en lugar de trabajar por mi cuenta; asegurarán que viviría mejor en la tierra de la niebla que en la metrópolis, más ahora que han aparecido con sus vestidos almidonados muchachas tristes del este de Europa a centenares para trabajar en las plantaciones. "Sin marido", acentuará la señora Sofía. Pero será imposible escuchar de sus labios: "¿Te apetece la vida? ¿Tienes temores? ¿Son interesantes tus recuerdos?"

Por eso he comenzado a escribir, y guardo en secreto estos textos ante la gente que me rodea a diario. No entenderían que me guste desnudar mi interior sin correr las cortinas. ¿De qué sirve? ¿Cuánto te pagan por hacerlo? ¿No van a pensar que eres afeminado? Tampoco me verían reflejado en ellos; ni siquiera la señora Hayden, la más sensible entre nosotros.

Me prepararon para tener hijos a estas alturas de la vida y un piso en propiedad y vacaciones en tours turísticos del estilo Maravillas del Danubio. Pero jamás he tenido la capacidad de ser un hombre práctico; y me resulta emocionante nadar contra corriente, desde siempre y en todo lo que hago.

En la adolescencia era el más alto en esa clase de alumnos poco desarrollados. Mis pies carecían del talento para empujar el balón al fondo de la red, y me trasladé al básquet. Me dedicaba a encestar balones en soledad, mientras los compañeros organizaban extraordinarios partidos de once contra once más allá del cemento de la pista exclusivamente para mí.

Una tarde, por sorpresa, mi padre escapó de su trabajo para asistir a mi clase de deporte. El profesor Núñez tuvo ligeros los reflejos: ordenó a los futbolistas que se desplazaran a la cancha de baloncesto para que no me sintiera ajeno al grupo.

Jamás había disfrutado de tanta compañía al botar la pelota. Gané a todos en el uno contra uno, encestando con frecuencia desde la posición de alero. Mi padre regresó encantado a su labor, seguro de que su hijo era el líder de aquellos chavales desconcertados con una sandía de color naranja entre las manos, sin saber qué hacer con ella. Caía la tarde cuando me acerqué al profesor Núñez, con su barbita entrecortada de doctor House, y le ofrecí las gracias de veras.

En el lugar de ese campo de baloncesto existen ahora tres pistas de tenis. Mi padre me gana fácil en cualquiera de ellas. Una vez al año, como mucho, le derroto yo. Entonces me suplica que no explique el resultado ante la señora Sofía. Teme que ella crea que ha envejecido. Es muy buen tipo, y guarda sentimientos y secretos que nunca conoceremos porque no le gusta escribir.

El señor Cocomero

A mediodía he bajado al mercado municipal, que parece un sombrerito inglés de media copa coronando las calles gitanas de Gràcia, para comprar frutas de colores: cerezas, manzanas granny y una sandía a setenta céntimos el kilo destinada al señor Gris.

Le entusiasma engullirlas hasta que su barba de bruto queda ensangrentada y con simientes. Al contemplarle con ese aspecto le llamo cocomero, o popone si ha comido melón. Son las palabras italianas para esos productos, y le encajan como un sombrerito inglés de media copa al perro payaso. El señor Gris no tiene un nombre estable. La gente de mi familia le denomina de maneras distintas: la señora Hayden le grita "Yukka" en honor a un finlandés recordado, la señora Sofía "Aligot", el señor Hayden "Peloponeso", y mi padre opta por un "Bups" austero.

Existe un apodo consensuado por el grupo, el de "cochino" cuando regresa sucio de hierba y lodo de sus paseos junto al canal de riego. Mi madre nos dirige entonces a punta de escoba hacia el patio interior y nos prohibe el ingreso en la casa hasta que la manguera y el cepillo han recuperado una cierta dignidad en su aspecto. Al señor Gris le disgusta la acción del peine y agarra mi mano entre sus fauces cuando me entesto en desembrollar sus nudos jamaicanos. Jamás aprieta los dientes porque no ejerce la violencia doméstica; suspira resignado y me deja proseguir.

Es miembro de una raza de perros fuertes, acostumbrada desde siempre al pastoreo en las montañas pirenaicas. Los libros afirman que son capaces de marchar cuarenta kilómetros sin fatigarse; pero el señor Gris desconoce el hábito de la lectura y se ha acostumbrado a la vida sedentaria en la ciudad. Cuando retorna a ella, tras los excesos físicos y gastronómicos en la tierra del sol, se refugia bajo la cama hasta media semana. Alternativamente vuelve cojo, con otitis o con problemas digestivos. Pero los jueves me lleva de nuevo a practicar el esquí náutico tras la estela de su carrera al Turó Parc.

En septiembre habrán pasado nueve años de su elección entre otros cachorros que llegaron en un cesto de mimbre al piso de soltera de la señora Hayden. Mi hermana tuvo el reflejo rápido de bajarlo de la cama cuando comenzó a orinarse de miedo después de que su anterior dueña cerrara la puerta a su espalda. Su disgusto fue breve. A la mañana siguiente se había transformado en un golfo que brincaba sobre los muelles del sofá en espera de unas tiras de jamón dulce, hasta que nuestras cabezas chocaron y me brotó un precioso chichón que clausuró la temporada del embutido.

Al principio el animal vivía con la señora Hayden y le ayudó a superar su tristeza. Yo era simplemente el tipo que acudía a visitarles con rodajas de salchichón, conservadas en papel de alumnio, para que el señor Gris dibujara espirales con la cola al extraer el paquete de mi mochila negra. Guardo una fotografía bonita de esos días, tomada en la sierra cercana a la granja de los caballos. Ambos caminamos de espaldas al objetivo de la cámara. Su estatura se eleva apenas un palmo del suelo y yo soy un hombre alto. Hay diferencia en la distancia vertical, pero algunos descarados manifiestan que tenemos el mismo modelo de culo gordo.

La señora Hayden me llamó alarmada al poco tiempo: tenía la sensación de que la bolita de pelo estaba creciendo. Cuando alcanzó los veinte kilos consiguió arrastrarlo con la cadena hasta mi piso reducido, a pesar de que el perro frenara el trayecto con las patas, y me preguntó si podía guardarlo un momento mientras iba a comprar tabaco.

Aquí sigue, aceptando que le llame como quiera siempre que disponga de su ración de sandía en primavera. Ahora sueña sobre una colchoneta del Demonio de Tasmania con que mañana seré de nuevo su esclavo. Tirará de mi pobre hombro medio dislocado escaleras abajo, tendré que recoger sus restos calientes con un periódico, se detendrá a olfatear las perritas blancas de las niñas de buena familia en el Turó Parc que nos miran con desprecio.

Me gustaría devolvérselo a la señora Hayden, pero no quiere saber nada de tener un animal tan grande en su domicilio. Además, se desvanecería si encontrara restos de un cocomero devorado sobre su nuevo parquet. Tampoco puedo quejarme: sin la compañía del señor Gris no tendría nada.